viernes, 6 de diciembre de 2013

Capítulos 7, 8, 9

Capítulo 7: El tercer año


Sania con el pelo largo. Ya todos la llaman "Mercurita"

Los dos primeros años, Mercurita aprendió lo típico que les suelen enseñar a las niñas de su edad, más algún que otro hechizo infantil para hacer globos de colores, cambiar el color de las paredes, etc.
Ahora, con ocho años, empezaba el tercer curso. Las asignaturas eran algo más serias y ella empezaba a ganar fama de inquieta. Su amiga Florenia seguía escribiéndole. Ya no la visitaba como anteriormente. Sus estudios no se lo permitían.

Mercurita atendiendo en clase

Esta no ocultaba su disgusto por la pasmosa tranquilidad con que su padre se tomaba la vida. En cambio, su madre tenía manía persecutoria, y con frecuencia se ponía a discutir en los sitios que iba de compras porque creía que le estaban cobrando de más. Mercurita pensó, que probablemente el padre era así, ante la imposibilidad de poder controlar a su esposa. Prefería tomarse la vida con calma, a estar discutiendo, constantemente.
Florenia también le dijo que su hermana Melitta recordaba con alegría cuando jugaban en el patio de la casa.
Mercurita es cada vez más inquieta. Por las tardes no tiene clase y se aburre. Un día escuchó unas risitas escandalosas detrás de la tapia que la separaba de las alumnas más mayores. Eso la hizo sonreír siniestramente. Se le ocurrió gastarles una broma. Cogió un globo; lo llenó de agua, y tras cerrarlo, lo sujetó con los dientes, cuidando de no romperlo. Al llegar arriba pudo ver a tres alumnas con su uniforme amarillo, sentadas en el suelo. Mercurita se puso a escuchar lo que hablaban pero como era una niña lo encontró absurdo.


Mercurita se dispone a gastar una broma a las hadas adolescentes o mayores


“Esas chicas solo dicen tonterías. Un remojón les aclarará las ideas.” Pensó unos segundos antes de soltar el globo. Este, descendió estrepitosamente, mojando de lleno a dos de ellas. Las risitas se convirtieron en gritos de miedo.


Las adolescentes se asustan al ver el globo dirigirse hacia ellas


Tras cumplir su objetivo, la sonriente hadita saltó hacia atrás. Una de las mayores pudo subir a la tapia, y ver a la pequeña hada, haciéndole burlas.


Mercurita se burla del hada, que la regaña por la travesura


—¿Te parece divertido, niñita? Como yo baje a por ti, te vas a enterar. Dijo, seriamente.
No fue esa la única que vez que Mercurita lanzó globos de agua a las alumnas mayores. Unas veces tenía suerte, otras, no. En cierta ocasión la vieron subir, y con sus varitas mágicas la inmovilizaron en el aire, causando gran espanto a la pequeña hada. Luego, la bajaron suavemente, al tiempo que le arrebataban el globo que les iba a tirar. Este se estrelló encima de ella, que acabó empapada de agua.
—No te quejes. Esto es lo que nos ibas a hacer a nosotras.
Pero tras aceptar su derrota con deportividad, se echó a reír.
—Esta vez habéis ganado. Ya os ganaré otro día.
En las clases, los jueves recibían visitas de otras hadas y magos, que les contaban sus experiencias. Ese día vino “Centellita Rosa”, un hada que hacía mucho tiempo que dejó la escuela. Tenía 24 años. Era bella pero con aspecto triste.
—Fue en el año 2.159 cuando nos llamaron a mis compañeras y a mí, para ayudar a nuestros aliados a derrotar a la siniestra secta “La Orden de los Dragones Rojos”. Desde el 2.155 su agresivo líder Arkath Thant usó su poder para convertir el grupo en un ejército, y con la ayuda de mercenarios y aliados, conquistar ciudades de Martana y Darania. Temiendo ser los siguientes en la ola de destrucción de ese fanático, los lamokios unieron sus fuerzas al rey de Darania, y con la ayuda de mercenarios y soldados de Neuria, Varana, Orian y Enebran, fuimos a luchar contra ellos. Pero una mala noticia nos desalentó. Entre las filas de La Orden había demonios de Antea, así como numerosos dragones, elefantes y una pavorosa caballería.
Pero cuando más desesperados estábamos, sucedió el milagro. Desde Varana, una columna de demonios de Antea venía a unirse a nuestras fuerzas. Era la tribu de los “kaigarin”, una feroz enemiga de los “kambakos”, cuyos miembros luchaban a las órdenes de los Dragones Rojos.
“A nosotros no nos interesan las disputas entre ustedes, pero al saber que los kambakos se han unido a vuestros enemigos, hemos sentido una fuerte sed de venganza. A los kaigarin nos resultaría indignante que esos cobardes ganen batallas, claven sus banderas en los territorios conquistados y se llenen de gloria donde quiera que sea. Sus enemigos son nuestros amigos, tanto si son humanos, como anteos. Por lo tanto, aceptad nuestra ayuda, mientras esa tribu de necios luche contra vosotros”. Dijo el jefe “Tabaro” de los kaigarin.
—¿Y la aceptasteis? Preguntó Mercurita.
—Desde luego. Una advertencia que hicieron, fue que nos abstuviéramos de llevar caballos, ya que sus dragones estaban amaestrados y emitían unos fuertes y desgarradores gritos de guerra, que inevitablemente los espantarían y huirían del campo de batalla, arrojando a los jinetes al suelo. Los caballeros protestaron. Muchos, amenazaron con abandonar. Finalmente, prevaleció la opinión de Tabaro, por lo que los jinetes también tuvieron que dejar las partes más pesadas de sus armaduras y buscarse otras más ligeras para poder luchar a pié.
Éramos aproximadamente 50.000 contra ellos, que eran 52.000. Había poca diferencia numérica entre las tropas enemigas y las nuestras. Esa no iba a ser la clave en la batalla que se desarrollaría a continuación, en las llanuras de Fingamia. Lo importante era que los Dragones Rojos desconocían que también teníamos aliados anteos entre nosotros. Ambos ejércitos contaban con elefantes y dragones. Ellos eran la tarea de las hadas, que con nuestros hechizos debíamos espantarles y hacer que en su huída causaran víctimas enemigas. Nos hacíamos llamar, “La Alianza”.
Cuando llegó el día de la batalla, el enemigo no sabía de la presencia demoníaca en las filas de la Alianza. Pero cuando los ejércitos se situaron frente a frente y se pudieron observar las inconfundibles siluetas de los dragones voladores, elevarse hacia el cielo, mientras los demonios de la Alianza entonaban insultantes cánticos hacia sus vecinos y rivales; el odio superó a la estrategia, y olvidándose de las órdenes recibidas, avanzaron para enfrentarse entre ellos. Había una notable diferencia, y es que los demonios de La Orden estaban dispersos para apoyar a los soldados novatos, a los que abandonaron en medio de la batalla. Con los anteos ocupados en sus propios asuntos, sin caballería y con los jinetes tirados en el suelo, imposibilitados de levantarse por culpa de las pesadas armaduras, La Alianza tuvo fácil rodear a los infelices campesinos reclutados a la fuerza, que mezclados con los fieles de La Orden y algunas compañías de mercenarios, que prefirieron la muerte al deshonor, lucharon bravamente, pero perdieron. Una vez resuelto ese problema, acudieron a ayudar a sus aliados de Antea, que luchaban con dureza sin que se perfilara un claro vencedor. La superior organización de La Alianza, decidió la batalla.
Entre los supervivientes estaba el propio jefe de La Orden, Arkath Thant, que lleno de rabia se puso a llorar, mientras reprochaba el fracaso a sus subordinados infernales.
—¡Teníamos la victoria al alcance de la mano! Y vosotros, con vuestros absurdos rencores, nos habéis privado de ella.
Tras la derrota hubo acuerdos de paz. Los demonios de ambos bandos marcharon a Antea, para continuar allí sus disputas. Arkath Thant se vio obligado a ceder la mayor parte de las ciudades bajo su mando, y retirarse a su fortaleza de Karank. Allí siguió urdiendo planes para recuperar su anterior poder.
Un día se presentó un nuevo jefe, llamado “Esin Nud”. Este anunció que Arkath Thant había desaparecido sin dejar rastro. Y según las normas de La Orden, cuando un alto cargo deja de dar señales de vida durante quince días, sin avisar, se le da por desaparecido; y en el caso de que apareciera, se estudiaría su rehabilitación. Pero el tiempo transcurrió y no se sabía nada del anterior jefe o su cuerpo. Sus subordinados más inmediatos, dijeron que estaba obsesionado por las artes mágicas, de las que aprendió mucho. También mencionaron su interés en penetrar en los niveles más superiores del infierno e invocar a demonios poderosos para recuperar sus conquistas.
Los últimos que lo vieron con vida, fueron los centinelas del sótano de la fortaleza. Nadie lo vio jamás, salir de allí. Entre las muchas salas de ese lugar, estaba la habitación de los conjuros. Otros más realistas sugieren que fue asesinado por su sucesor, que por cierto, no era partidario del brutal plan de conquistas de Arkath. No pocos miembros de La Orden, juran que la habitación de los conjuros permanece cerrada desde entonces, y que se rumorea que los centinelas perciben gritos, ruidos y olores extraños, cuando vigilan cerca de ésta.
—Interesante historia, pero ¿Cómo os fue a las hadas?
Centellita Rosa suspiró con tristeza.
—Estuvimos lanzando hechizos a los enemigos más cercanos para desmoralizarlos. Era agotador. Los oficiales no nos permitían retirarnos, pese a que no podíamos hacer nada más, hasta pasadas unas horas. Tres de mis compañeras murieron y cinco resultaron heridas, yo, entre ellas. Dijo, enseñando una cicatriz producida por una flecha, en el brazo derecho. La confusión era tan grande, que no pudimos atacar a los elefantes y dragones, tal y como se planeó. Estos daban vueltas como locos y temíamos que nos aplastaran. Fuimos veinte hadas llenas de ilusión, y llegamos diecisiete, muy desmoralizadas.
El testimonio de Centellita Rosa causó una gran impresión entre las alumnas.
Otro día vino un mago llamado “Tendo Sansan”. Vestía de negro y llevaba una larga melena blanca. Era muy engreído.
Enseguida cayó mal a toda la clase, incluyendo a Mercurita,
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que no se mordió la lengua, diciendo lo que pensaba de él.
—Dices que has matado a cuarenta dragones ¡Eso es increíble! Ni el mago más hábil tiene suficiente energía mágica para eso. Suponiendo que los dragones fueran tan tontos como para dejarse matar, antes de herir siquiera a uno, caerías agotado. Si me dices que ibas con varios magos y ballesteros, a lo mejor me lo puedo creer.
—No. Estaba solo. Y los maté con la única ayuda de mi vara mágica. Tuve energía suficiente como para matarlos a todos. Debo admitir que eran dragones negros, que son más pequeños que los de bronce.
Una alumna dijo en tono burlón:
—A ver si eran como éstos. Exclamó, enseñando un muñeco de papel, con forma de dragón. La clase entera se echó a reír.
El enfadado Tendo cogió su decorada vara mágica y le lanzó una descarga eléctrica a la alumna burlona. Esta, gritó, y se puso a llorar.
—¡Así aprenderás a tomarme en serio!
Mercurita, enfurecida, se puso de pié y exclamó:
—¡Animal! ¡Esa no es forma de tratar a una niña!
—Cuida tu lengua. Sabes que empezó ella, ofendiéndome.
—¡Eres tú, el que nos ofende con su presencia! ¡Vete de ésta escuela y no vengas más! Dedícate a cazar cucarachas, que es menos arriesgado que cazar dragones.
El enfadado profesor miró fijamente a la pequeña hada.
—¿Cómo te atreves a hablarme así? Ahora, verás.
Tendo agitó la vara para soltarle una descarga a la insolente alumna. Pero ésta cogió un lápiz, y usándolo como varita, invocó con rapidez el hechizo “Zancadilla”, tirándolo al suelo. Una de las alumnas, exclamó asustada:
—Vámonos de aquí, antes de que la cosa se ponga peor.
Hicieron bien en marcharse, mientras Mercurita lo vigilaba de cerca. Solo quedaron en la clase, ellos dos. Las demás seguían el enfrentamiento desde la puerta.
—Mercu, sal de ahí. Es muy peligroso. Dijo Senya, la delegada de la clase.

Mercurita en apuros

Tendo le cerraba el paso. Estaba realmente enfadado. De su vara salían chispas. Quería lanzarle una descarga. El hada no perdía de vista los movimientos de su rival, pero no estuvo lo suficientemente atenta, ya que la alcanzó, tirándola al suelo. Por suerte, al caer se agarró a una silla de madera, que disminuyó la efectividad del hechizo.
Aguantando su miedo y el dolor; usando el lápiz como varita, le lanzó otra Zancadilla a su rival. En cuanto se puso de pié le lanzó otra, pero éste se agarró a la pared.
—Veo que no te das por vencida. ¡Peor para ti! ¡Toma esto! Dijo Tendo, asombrado por la tenacidad de la pequeña hada, que usó la silla como escudo, protegiéndose de la descarga.
Mercurita, llena de ira, le lanzó el hechizo infantil “Globo de Agua”, en el momento que vio que la vara de Tendo aumentaba de intensidad. Le alcanzó, mojándole las manos. Este sufrió los efectos de su propio hechizo, y se vio obligado a soltar la vara, bruscamente. Mercurita lo echó hacia el pasillo, tras lanzarle un par de veces el hechizo “Expulsión”. Luego, esperó unos segundos a que la vara dejase de lanzar chispas y la cogió. Era una vara muy gótica con adornos llamativos, pintados y tallados. Tenía pequeñas figuras en forma de cráneo. Mercurita estuvo contemplándola, durante un rato. Al cogerla, emitió durante unos treinta segundos, un fuerte destello blanco. Había vencido.
En ese momento, la directora, Casia Danieli y el administrador, Fando, llegaban avisados por las alumnas. Estos no creían lo que tenían delante de sus ojos. Mercurita había derrotado a un mago. El resplandor de la vara de Tendo lo confirmaba.
—Así que has matado a cuarenta dragones pero no has sido capaz de derrotar a una pequeña aprendiz de hada como yo. Eso confirma que eres un mentiroso. Dijo en tono burlón.
El agotado Tendo estaba lleno de rabia.
—Ya hablaremos de esto algún día, pequeña rata. Ahora, dame mi vara, si no quieres que me enfade aún más.
Mercurita lo miró con cara de ofendida. Apretó la vara contra su pecho y le dijo:
—De eso nada, bravucón. Las normas dicen que cuando un mago derrota a otro, puede quedarsela.
—¡Dámela, ahora mismo! Dijo, furioso.
—Ven a por ella si te atreves, y te venceré de nuevo. Dijo Mercurita, amenazadora.
—¡Directora, dígale a ésta niña ladrona, que me devuelva mi vara o que se atenga a las consecuencias!
Pero Casia, exclamó:
—Señor Tendo, veo que usted tiene mucha ira acumulada. Eso no es bueno. Tenga la bondad de no volver más por aquí, ya que no tiene paciencia para aguantar al alumnado infantil. En cuanto a su vara, despídase de ella. Mercurita le ha dicho mejor de lo que podría decirle yo, lo que le pasa a un mago vencido. Usted debería saberlo y acatarlo.
El derrotado brujo se fue, furioso, sin despedirse. En cambio, su vencedora rival fue aclamada por sus compañeras, y llevada a hombros por el pasillo. Senya, la delegada, se puso seria. Estaba llena de envidia.
—Si no fueras tan traviesa, diría que eres una gran alumna. Dijo el sonriente Fando.
—¿Traviesa, yo? ¿Qué dices? Dijo Mercurita, asombrada.
—¿Te crees que no me han informado de tus guerrillas de globos de agua con las otras niñas? Que no me entere yo, que lo vuelves a hacer. La próxima vez, te quedarás castigada el sábado por la mañana, ayudando en las necesidades de la escuela.
Al siguiente jueves vino el mago mercenario, que se hacía llamar “Parmio Hailon”. Se desconocía, si era su verdadero nombre. Vestía de una forma estrafalaria, que recordaba a los hoplitas de la antigua Grecia. Usaba casco de metal con protector de nariz y su desgastado chaleco de cuero negro, que tal vez perteneció a algún pariente lejano, militar. Tras quitarse la protección, pudo verse que tenía unos cuarenta años, pelo moreno, casi calvo y con algunas canas. También tenía barba de cinco días.
Mercurita se echó a reír, alegremente.
—¡Ja, ja, ja! Te has equivocado. La fiesta de disfraces no es hoy. Oye ¿No tienes espejo en tu casa?
Al brujo no le hizo ni pizca de gracia el comentario. Pero recordando el incidente con Tendo, prefirió ignorarla.
Al ver que la niña seguía riéndose a carcajadas, exclamó:
—Bueno, muchachita, termina de reírte, que ahora me toca hablar a mí ¿No te parece?


Parmio, el mercenario


Parmio se puso a dictar apuntes. En éstos, explicaba lo que era un contrato de trabajo, sus requisitos y la lista de excepciones. Las alumnas estaban llenas de extrañeza ¿Qué tenía que ver todo eso, con ellas?
—Imaginad que al terminar los cursos no queréis ser hadas, sino brujas. Tendréis que estar atentas a las condiciones del contrato con el señor que os dé trabajo.
—¿Brujas, nosotras? Debes de haberte equivocado de temario. Eso no tenemos que darlo.
—Estás en un error, Mercu. No me digas que no, porque yo pensé lo mismo, y se lo pregunté a la directora, que me confirmó, que lo teníais que aprender por mandato de la reina..
Un murmullo de disgusto se desató en la clase. Parmio esperó, pacientemente, a que se callaran, y siguió dictando.
—Bueno, pues como os iba diciendo, la lista de excepciones está compuesta por una serie de ciudades y personas que las brujas no desearían atacar, y que vuestro patrón debe respetar si optara por contrataros.
—¿Me pondrías en tu lista de excepciones, Parmio? Dijo
Mercurita, divertida.
El mago contestó con burla.
—Creo, que no. Eres un hada muy traviesa, y me apuesto lo que sea, a que cuando salgas de ésta escuela te meterás en muchos problemas. Igual me toca enfrentarme contigo alguna vez.
Toda la clase se echó a reír. Mercurita defendió su actitud.
—De problemas, nada. Si una situación me parece injusta, actúo. Es lo que haría cualquiera.
—¡Ya lo sé! El jueves pasado, sin ir más lejos, tuviste un serio problema con mi colega, Tendo.
—¡Ah, sí! Vino muy chulito, contándonos que había matado a cuarenta dragones, él solo y con la ayuda de su vara mágica. Pensó que éramos tontas y que nos lo creeríamos. Nos burlamos de él, se enfadó y le dio un calambrazo a Firela. Eso era algo que no podía permitir. Acabamos luchando, pero al final, gané yo. Dijo, muy orgullosa.
Parmio se dirigió a Firela y le preguntó si sentía molestias por los calambres. Esta dijo que solo el primer día, pero que ya, no. Mercurita dijo lo mismo. Luego, habló a toda la clase.
—Tratar a calambrazo limpio a unas alumnas que no creen tus hiss, es algo que está mal. Personalmente, no conozco un hechizo que permita matar a un dragón, y que consuma poca energía. Pero eso no quiere decir, que no exista. Hay muchos, cientos de hechizos. Es imposible, conocerlos todos. Debisteis haberle dejado terminar, antes de reíros de él.
—¿Has matado, tú, a muchos dragones, Parmio? Dijo Mercurita, burlona.
—No, a ninguno. Pero sí que he echado a un brujo chantajista, que había tiranizado a varios pueblos. Lo reté y lo vencí. A los quince minutos de lucha, ya estaba haciendo el equipaje para irse del lugar. Dijo, alegremente.
—¡Bravo! Así se hace. Respondió Mercurita, aplaudiendo.
Parmio no caía mal a sus alumnas. Este, para consolarlas
por haber tenido que soportar un tema que en teoría no tenían que aprender, les dictó unos cuantos hechizos que les serían útiles en el futuro.
—Escribid; “Scún”.
—¿Eso, qué es?
—Ese hechizo lo creó un mago de una región del norte. En su idioma, significa “comida”. Cuando estéis muy débiles, cogéis la varita, apuntáis al suelo y pronunciáis esa palabra. Entonces, aparecerán unas cuantas galletas.
—Interesante. Gracias, Parmio ¿Nos dices otro?
—Sí. “Límite a tres”.


Parmio explicando la lección

Este hechizo es especialmente útil en los duelos contra varios magos, porque limitará el nº de veces a tres, que se puede lanzar un mismo hechizo. Si se rompe esa norma, la varita se caerá de las manos del mago, y no podrá luchar, durante un día entero. Y si viene acompañado de otros, con que pronuncie una vez cada uno el mismo hechizo, es igualmente válido. Todos los magos de su equipo, perderán las varitas. Como advertencia de que se ha lanzado un hechizo tipo “Límite” se verá un destello circular azul en el cielo. Si en vez de tres, quieres que sea a 2, a 4, ó el nº que quieras, igual vale. El Límite también afecta al mago que lo active, por lo que deberá ser prudente, si no quiere ser víctima de su propio conjuro.
—Este, sí que me gusta ¿Y si digo, “Límite a Uno”?
—Entonces, ninguno de los magos podrá lanzar un solo hechizo, y habrá que recurrir a las armas. Es como si dijeras Límite a Cero, no hay diferencia.
Parmio recordó un hechizo llamado “Germinar”, que lanzado a un árbol que se está quedando seco, recupera un poco de su verdor. El hechizo debe lanzarse durante al menos cinco días al árbol enfermo.
—Tomo nota. Este me va a ser muy útil en mi tierra. Dijo la hadita, llena de entusiasmo.
Al término de la clase, Parmio se dirigió a Mercurita.
—¿Me puedes enseñar la vara que le quitaste a Tendo?
—Sí, aquí está. La llevo siempre conmigo.
—Esto…¿En cuánto me la venderías?
Mercurita lo miró con asombro.
—¿Vendértela? Nada de eso. Es un trofeo. Es mi primera vic a otro mago. Es un gran recuerdo para mí.
—Ten en cuenta, que lo ocurrido no puede ser calificado como un duelo. Tendo no es tu enemigo. Simplemente, perdió los nervios ¿Lo comprendes?
—Me da igual. Muchos magos pierden sus varitas por cosas así. Ahora, que se aguante. Eso le enseñará a no ser tan impulsivo.
—Debo confesarte, que es el propio Tendo, el que me pidió que recuperase su vara. Tiene un contrato que cumplir con un noble, y si le ve con otra que no es la que suele usar, puede sospechar que le ha ido mal y no contratarle. Negándote a negociar, le harás un daño mayor, que el que te hizo a ti. Dijo Parmio, con cierto tono de súplica.
—Humm. Así que es eso…pero yo soy un hada, y el dinero no me atrae. Dijo Mercurita, pensativa.
—¿Y qué podría, interesarte?
Mercurita pensó pedirle una caja de pasteles o algún vestido que le gustase. Pero pensó que el mercenario no entendería sus preferencias y podría traerle algo que no iba a ser de su agrado. Entonces, se quedó mirando la vara de Parmio.
—¿Me la cambias por la tuya?
Este lo pensó unos segundos y dijo que sí.


Intercambio de varitas


Mercurita exclamó, sonriente:
—Véndesela muy cara. No le pidas menos de 400 kaliks por ella. Que se rasque el bolsillo, ya que tanto la quiere.
—El está dispuesto a ofrecer 700. Y eso es lo que le voy a pedir ¡Je, je, je!
—¡Bien, hecho! Oye ¿De verdad no te importa, cambiarme tu vara?
—No, mucho. Esta la he usado poco, y no le guardo especial cariño. Tengo varias más.
—¿Y por qué no las aprecias?
—Porque no siempre se puede vencer, y no quiero que me pase como a él. Dijo Parmio, guiñando un ojo a Mercurita. Su exceso de cariño le va a costar 700 kaliks.
Esta, miró detenidamente la vara de Parmio. Parecía la pata de una silla pequeña, pintadas de color blanco perla. El mango tenía unas ranuras delicadamente oscurecidas al fuego. La punta estaba ennegrecida por el lanzamiento de los hechizos, como todas las varas, bastones y varitas mágicas. La vara de Parmio le gustaba más que la anterior.

                                                           Capítulo 8: Pelo sucio


Mercurita está enojada por haber sido descubierta cuando intentaba subir por la tapia


Estaba Mercurita subida a la valla que la separaba del patio de las alumnas mayores. De repente, oyó una voz a su espalda. Desde la ventana del edificio de la escuela, la llamaban.
—¡Baja de ahí, ahora mismo, si no quieres que te castigue de nuevo! ¡Ya llevas tres sábados seguidos, castigada!
Era Fando, el administrador.
—Vale, ya bajo.
Algo malhumorada, se puso a balancearse en los cercanos columpios. Fando estaba más pendiente de ella, desde que se enteró de sus “guerrillas” ¿Quién sería la estúpida chivata que le contó las batallitas de globos de agua, que sostenía contra las alumnas mayores? Mercurita sospechaba de Senya, la delegada. La notaba un poco envidiosa, tal vez, por su popularidad, y también por haber derrotado al mago, además de sus orígenes del sur. Ya había hablado con ella, pero Senya era muy cobardica, y lo negaba todo, nerviosamente. Le entraban ganas de agredirla por mentir. Pero si lo hiciera, sería peor. Por ello, se propuso echarla del puesto de delegada, y ver si podía ocupar su lugar o que lo ocupara otra alumna.
La tarde era soleada y tranquila. Al contrario que las niñas, las mayores, sí tenían clases por la tarde. Eso era estupendo para la traviesa Mercurita. Pero ese día era distinto. Entonces, se le ocurrió, que en vez de ponerse en el mismo sitio de siempre, podría subirse a otra sección de la larga valla, donde estuviera fuera del alcance de la vista del entrometido administrador. Eso, hizo. Y no escogió mal el sitio. Antes de lanzar el globo, se puso a escuchar. Lo que oyó, no fue de su agrado.
—¿Sabes una cosa, Helma? Esta escuela parece cada vez más, un albergue de mendigos.
—¿Por qué, Toria?
—Porque hay más alumnas procedentes del sur. Solo tienes que verles el asqueroso y sucio pelo negro, para saber su lugar de procedencia ¡Qué asco! Espero que la reina las escoja primero a ellas, si alguna vez tenemos que intervenir en una guerra.
—Cierto. Hace tres años no había tantas.
—Es normal. En las calurosas tierras sureñas solo hay pobreza y miseria.
—Sí. Tienen pocas escuelas y sus mamaítas las traen aquí.
—Son solo chusma; descendientes de mercenarios, loitinos y de prostitutas ¡No sé, cómo no se mueren, de pura vergüenza!
Nada más decir eso, le cayó encima una bolsa de arena. Por supuesto, fue Mercurita quien la tiró. Ella hubiera preferido tirarle piedras pero se contuvo.
—Muchacha, eso que acabas de decir, son idioteces; pero así y todo, ofenden. Dijo la hadita, mientras saltaba al otro lado.
La tal Toria, que estaba sentada en el suelo con su amiga, se puso de pie y se acercó a ella, para agredirla. Su amiga le dijo en voz baja:
—Espera. Esa niña es la que derrotó a Tendo. Ten cuidado, es muy aguerrida. La llaman “El Hada Loitina”.
—Bah. Si es solo una mocosa. No tiene ni dos guantazos.


Toria, "Ricitos de oro", se encara con Mercurita


Viendo que Toria avanzaba hacia Mercurita con aparentes malas intenciones, otras compañeras se acercaron para ver lo que ocurría. Cuando estuvo a medio metro de ella, dijo:
—En realidad, no pretendo que me entiendas, ya que la inteligencia brilla por su ausencia en los “Pelos Sucios”. Si a eso unimos tu corta edad, me temo que darte una explicación, es perder el tiempo. Si además, eres loitina, peor aún ¡Apestas!
A Mercurita no le gustó esa grosera explicación.


Mercurita se mofa de la rubia


—Como todos saben y los palurdos ignoran, estoy aquí, por recomendación del mago Fausto, que dijo haber encontrado en mí, facultades especiales para la magia. En cambio, tú, seguramente estás, porque no tienes ningún mérito destacable y esperas
obtener algún bonito título para adornar tu pared, y de camino, atraer a algún pretendiente con dinero, como suelen hacer las familias adineradas con sus hijas ineptas.
Empiezan los insultos y desprecios, hasta que ambas agotan la paciencia. Las amigas de la rubia le piden que la deje; después de todo, Mercurita es aún muy niña. Pero la lengua burlona de la pequeña hada, hace que pierda los nervios.
—¡Ja, ja, ja! Te veo muy frustrada, rubita. Me parece que en tu casa no te aprecian. Hueles a envidia ¿Cuántas veces a la semana, te castigan, mientras tus hermanos disfrutan de la buena vida, que parece negada para ti?
Tras los gritos e insultos, comienzan las agresiones.


Toria pierde la paciencia. No soporta las críticas burlonas de la hadita, y la agrede. 


Una profesora las separa. Toria, pese a haberla vencido, se lleva un fuerte y doloroso mordisco, en el brazo izquierdo. Mercurita regresa a su patio, llena de pena, e intentando no llorar. Tiene la cara, colorada, por los guantazos que se llevó.
Lo sucedido llega a los oídos de las compañeras, que muestran su asombro por el suceso. La directora también se ha enterado y le hace un duro reproche.
—Debiste dejarla sentada con su amiga, diciendo tonterías. Aquí, todos los alumnos y alumnas sois iguales y tenéis los mismos derechos. Para que no te acostumbres a pelear, ésta tarde me traerás copiado un texto que voy a darte. Hazlo con letra bonita o te lo haré repetir.
No hace falta decir, que el texto era largo, y que la pequeña hada pasó una tarde aburrida, copiándolo.
La sed de revancha sigue presente en la hadita. No se conforma con menos que una disculpa. Cuando pasan cinco días, nota que Fando no la controla. Vuelve a asomarse a la tapia para ver si encuentra a Toria. Pero su búsqueda es inútil. Un día, otro, otro y otro más, pero ella ya no se sienta por esos alrededores. Mercurita, sonríe. Al parecer, su mordisco le ha dolido más de lo previsto a la rubia bocazas. Ya se dispone a bajarse, cuando
ve que una de las mayores le hace señas. Entonces, salta, se le acerca y le dice:
—¿Me llamabas?
—Hola, me llamo Salamba. Eres Mercurita ¿Verdad?
—Sí, lo soy. Encantada de conocerte, Salamba.
—He oído hablar de la disputa que tuviste con Tendo, y de tu pelea con esa engreída de Toria “Ricitos de Oro”. Así que, he pensado, que podrías ayudarme y beneficiarnos de una cosa que quiero hacer, pero que no me atrevo a realizarla sola, porque me da mucha vergüenza. Como veo que eres muy espabilada, creo que te gustará lo que te quiero proponer ¡Ah! Yo también soy del sur, como tú.
—¡Mucho, mejor! Entre paisanas nos entenderemos más fácilmente! ¡Cuenta, cuenta, soy toda oídos!
El director observa la escena desde la ventana, temiendo que la pequeña hada cometa alguna travesura. Tal y como la hadita temía, a Senya le ha faltado tiempo para avisarle de que ha saltado la tapia. Sin embargo, se llena de asombro, al ver a Salamba hablando amistosamente con ella. Eso confirma que la niña también es diplomática. Fando se alegra. Le hubiera disgustado tener que castigarla otra vez, por hacer travesuras.

                                                          Capítulo 9: En el mercado


Mercurita vestida de paisana pasea por los mercadillos 


Salamba le explica que tiene muchas cosas para vender en el mercado pero no tiene soltura suficiente como para ir sola.
Todo ese material era de las alumnas que ya no lo querían, u objetos sobrantes de la escuela que no sabían qué hacer con ellos. Las ganancias serían, mitad para cada una.
—Acepto, pero no lo hago por el dinero, sino porque será una experiencia interesante ¿Cuándo podremos ir?
—Los domingos por la mañana. Le pediremos un carrito a la directora para transportar los artículos.
Esta, aceptó la idea, de muy buen agrado.
—Es una buena forma de ganarse la vida, honradamente. A las que no terminen la carrera de hada les servirá de experiencia. Dijo, sonriendo a Mercurita. Esta, se echó a reír.
—No te preocupes, Casia. Acabaré la carrera y seré la mejor. Ya lo verás.
—Eso, espero. Y haz el favor de hablarme de usted, cuando te dirijas a mí. No sé, cuántas veces, te lo tengo que repetir.
—Huy…lo siento. Es la falta de costumbre.
—Id a ver a Herdo y pedidle una carretilla. Mañana, sábado, la lavaréis en el patio de las alumnas mayores.
Mercurita y Salamba se miraron entre sí.
—¿Quién de las dos va a ir a pedirle la carretilla a Herdo?
—Tú, que para eso derrotaste a un mago.
—Eso fue facilito pero no soy tan valiente como para “enfrentarme” a él. Dijo Mercurita, fingiendo miedo.
Finalmente, decidieron ir las dos. Lo encontraron tumbado en el suelo, mientras se comía un bocadillo en la pista de deportes. Tal y como imaginaron, el gruñón portero se puso de mal humor cuando le dijeron lo que querían.
—¡No me deis la lata y dejadme seguir comiendo!
—Disculpa si hemos osado interrumpir tu banquete. Cuando termines, hablaremos de nuevo. Dijo Salamba.
—¡Ni hablar! No os molestéis en volver. Me hace falta para transportar la basura que vosotras dejáis tirada.
—Entonces, agradécenos que tiremos basura, porque si no, estarías todo el día sin hacer nada. Dijo Mercurita.
—¡Niña desvergonzada, ten un poco más de respeto! ¡Ahora, fuera de aquí!
Salamba le explicó, que la directora las había autorizado pero no sirvió de nada con el inflexible Herdo. Por fortuna para ellas, Fando pasó por allí. Tras saber lo que pasaba, exclamó:
—Herdo, haga el favor de ser más servicial. Las chicas quieren ganarse la vida. Ambas son internas. A las menores, apenas les damos diez kaliks a la semana, y con eso solo les llega para el bocadillo en el recreo. A las mayores les damos veinte, y les pasa casi lo mismo.
—Pero si ya le digo que la carretilla me hace falta para recoger la basura. No es por fastidiar ¿Eh?
—Herdo, tenga la bondad de abrir el cuarto de las herramientas y enseñárnosla.
Muy de mala gana, accedió. Estaba revuelto y desordenado. En su interior no había una carretilla, sino cuatro.
—¡Y dices que no es por fastidiar! ¡Qué insolidario eres! Dijo Mercurita, enfadada.
—Están deterioradas. Solo vale una.
Fando no dijo nada pero las examinó, cuidadosamente. Tras acabar la inspección, exclamó:
—Exceptuando esa del rincón, que tiene la rueda rota, las demás están en perfectas condiciones. Si no le importa, nos llevamos ésta, que es la que está menos sucia. La guardaremos en el rincón de mi despacho.
Mercurita se subió y le dijo a Fando:
—¿Me llevas?
El administrador se echó a reír.
—Bueno, pero solo hasta esa esquina.
—¿Nada más? En fin, algo es algo.
Mercurita se paseó, alegremente, mientras las compañeras la miraban con curiosidad. Les agitaba su mano y saludaba. La cara de envidia de Senya confirmaba las sospechas de Mercurita. Luego, miró hacia atrás y le hizo un gesto burlón a Herdo, que con la cara enrojecida, contemplaba como la carretilla se alejaba de él. La directora observó la escena y miró con disgusto al administrador. Al llegar al sitio acordado, dijo:
—Anda, bájate. Ahora, llevadlo vosotras.
Al día siguiente en el patio, Mercurita y Salamba frotaban con una esponja, agua y jabón, el sucio carro de Herdo.
—¿No conoces algún hechizo para limpiarlo?
—No, Mercu. De todas formas, la directora aborrece que usemos la magia para hacer trabajos caseros o tareas personales.
Una de las compañeras de Salamba, se les acercó. Era rubia, delgada con el pelo largo, cara muy blanca y aspecto tímido.
—Hola ¿Qué hacéis?
—Hola, Amelia. Estamos limpiando la carretilla para ir mañana por la mañana a vender ropa y objetos usados.
—¿Puedo ir con vosotras?
—¡Pues, claro! Exclamó Mercurita sin consultar con Salamba, que a juzgar por su seriedad, no era partidaria de llevarla.
Era muy temprano cuando las tres alumnas se dirigieron a la plaza mayor de Keilan. Iban de paisano. La directora no quería que fueran con el uniforme de hada a trabajar. Una llevaba la carretilla con una larga tabla y la mercancía para vender. Las otras dos, una mesa plegada cada una. Se turnaban cada cierto tiempo para llevar la carretilla. Al ser la más pequeña de las tres, Mercurita era la que se cansaba más.
Una vez montado el puesto, Salamba y Amelia no sabían que hacer para promocionarse.
—Me da un poco de vergüenza ¿Ahora, qué?
—Supongo que habrá que gritar para llamar a la gente, pero me pasa lo mismo. Mercurita ¿Te atreves, tú? Dijo Salamba.
—Por supuesto. Dijo ésta, sonriendo.
Entonces, se subió en la tabla y se puso a agitar una prenda de ropa y vociferar con su ronca voz infantil, con toda la fuerza que le daban sus pulmones.
—¡Muchachas! ¡Mujeres! ¡Mirad las cositas que traigo!
Atraídas por la dulce voz de ranita de la pequeña hada, se acercaron al puesto.
—A ver “chiqui” ¿No podrías dejarme éste pijama azul, en cuatro kaliks?
—Pero si está rebajado, mujer. De todas formas, le preguntaré a la jefa. Dijo, señalando a Salamba.
—De acuerdo, déjaselo en ese precio. Dijo ésta.
El día no se les dio mal. Sacaron 188 kaliks pero no se ponían de acuerdo para repartirlo. Amelia hizo una sugerencia.
—A ver, 64 para ti y 64 para mí. Para Mercurita, 60 ¿Vale? No te ofendas, pero ten en cuenta que te cansas más que nosotras y tenemos que ayudarte.
—Vale, de acuerdo. Dijo ésta.
—¿Y no debería ser al revés? Mercurita fue la que dio la cara y atrajo la clientela, y yo soy la que va pidiendo la ropa y material escolar por las clases. Tú, has venido la última y simplemente nos acompañas. Dijo Salamba, creyendo que su compañera pretendía engañar a la hadita.
—No te pongas así. Lo del reparto era una sugerencia. Me cuesta creer, que pienses que solo vengo a acompañaros. Dijo la apenada Amelia.
—Venga, dejadlo así ¿Qué más da? No vale la pena discutir por tan poca cosa. Dijo Mercurita, poniendo orden.
Como el material para vender era escaso, pidieron permiso para ir los sábados por las casas, para recoger cosas usadas y
venderlas. La directora lo concedió, siempre y cuando, Mercurita se portara bien, y no la castigaran los sábados. En eso, tuvo suerte. Pero Amelia no estaba por la labor. Le daba vergüenza.
Durante tres semanas la cosa fue bien, excepto a la hora de repartir, ya que Salamba se quedaba con el 40% de las ganancias, y Mercurita y Amelia, el 30% cada una. Si bien la hadita era muy conformista, no ocurría lo mismo con la otra.
—¿Por qué tengo que cobrar lo mismo que Mercurita?
—Por la sencilla razón, de que no vienes con nosotras a pedir la ropa los sábados.
La traviesa hadita se compraba caramelos y chucherías con el dinero que ganaba y lo repartía entre las compañeras. Incluso les dio un par de ellos a Fando y a la directora.
—Gracias, Mercu. Oye ¿Le has dado también a Herdo?
Mercurita miró con seriedad al administrador.
—¿Bromeas? Cuando me acerco a él para hablarle, aún no he abierto la boca, y ya me trata con malos modales.
—¡Ja, ja, ja! No pasa nada. Si te sobra algún caramelo, dámelo. Yo se lo entregaré. Al menos, que sepa que te acuerdas de él.
La pequeña hada no dejaba de tener razón con respecto al portero patoso. Cuando Fando le entregó las golosinas, Herdo las arrojó al suelo, mientras decía:
—Esto no lo quiero yo, para nada. Lo que deberían hacer, es darme dinero por el uso de la carretilla.
El administrador se tomó a mal la actitud de Herdo.
—¡Debería de quedarle claro, que esa carretilla no es suya! La ha pagado la escuela, y es de uso para todos los que pertenecen a ella. Aún me pregunto, por qué tiene usted cuatro.
—Bueno, no se ponga así. Yo pensé que era solo para el portero, que soy yo. Las otras, seguramente pertenecieron a otros porteros, anteriores a mí.
—¿Cuánto tiempo lleva usted en la escuela, Herdo?
—Pues…unos veinte años, más o menos. Y estas dos carretillas, ya estaban aquí, cuando comencé a trabajar.
Pero el domingo de la cuarta semana, no fue tan tranquilo como los anteriores.
—¡Anda! Ese es el recaudador. Viene hacia aquí. Dijo Amelia con voz asustada.
—¿Ese del bigote negro con el sombrero marrón, que tiene la misma forma, que el que lleva Robin Hood?
—Ese es. Y esos dos soldados vienen con él.
En efecto. Era Sarto Mensalebo. Tenía fama de corrupto. Aparentaba tener cuarenta y cinco años, aproximadamente. Llevaba una miserable capa marrón, de una tonalidad parecida a la de su mugriento sombrero.
—Buenos días, muchachas. Hacedme el favor de guardar ahora mismo la mercancía, y seguirnos. Soy el recaudador.
—Pero ¿Hemos hecho algo malo? Dijo Salamba, asustada.
Sarto le respondió de malas maneras.
—¡Aquí las preguntas, las hago yo! Vosotras limitaos a hacer lo que yo os diga ¡Y rápido!
A Mercurita no le gustó esa actitud.
—¡A ver, a ver! Sin chulearnos ¿Vale? Si tienes que hacer algo o revisar nuestra mercancía, hazlo aquí.
—No te estoy chuleando, niña. Os pido que me sigáis, porque seguramente, no querréis que se forme aquí un numerito por vuestra culpa ¿Verdad? ¡Venga, daros prisa!
—¡De aquí, no nos movemos! Y si ha de formarse un tumulto, que se forme. Pero eso a ti, no te conviene. Pondrías de manifiesto, delante de todos, lo ladrón que eres.
Amelia y Salamba estaban muy asustadas, al contrario que Mercurita, que se envalentonaba cada vez más. El propio recaudador no salía de su asombro.
—¡Mocosa, engreida! ¿Sabes que si no colaboras con la autoridad, puedes acabar en la cárcel?
—¡Pues llama a la autoridad! Tú no perteneces a La Guardia de la Ciudad, que es la que tiene que ver si todo está bien. Eres simplemente un recaudador ladrón acompañado de dos matones que visten como soldados.
Uno de los acompañantes del recaudador cogió un montón de ropa y exclamó:
—¡Acabemos de una vez!
Mercurita agarró una percha y le golpeó con fuerza en la mano izquierda, obligándolo a soltar las prendas.
—¡Suelta eso, ladrón! ¡Ahora, mismo! Si piensas que ésta mercancía es robada o ilegal, llama a La Guardia de la Ciudad, pero suelta lo que no es tuyo. Vosotros solo sois los guardaespaldas de éste malandrín. Vuestras armaduras no me engañan. La Guardia de la Ciudad de aquí, lleva lazos verdes en las mangas, y en las puntas de las lanzas.
El recaudador sonrió de mala gana.
—¿De verdad quieres que los llamemos?
—¡Por supuesto! Si cometen una infracción, el burgomaestre los castigará, lo mismo que a ti. Venga, llámalos. Ten cuidado con lo que haces.
El malhumorado Sarto y sus dos acompañantes, se fueron. Cada cierto tiempo miraban hacia atrás. Mercurita estaba tranquila. El puesto se iba llenando de curiosos. Una de las compradoras, exclamó:
—Menos mal que ya se han ido. Tened cuidado con él. Has hecho bien, en pedirle que llame a La Guardia, aunque no creo que lo haga.
Cuando regresaron a la escuela, Amelia y su amiga Salamba, le reprocharon a Mercurita sus malos modales.
—¿Qué os pasa? ¿Es que ibais a permitir que nos robara? Y eso de llevarnos a un callejón, como que no. Allí, podrían habernos molido a palos, vendernos como esclavas o qué sé yo.
—Por tu culpa vamos a tener problemas ¡Oh, Dios! Un día
de éstos, vendrán los soldados a la escuela y nos llevarán detenidas. Dijo Salamba, histérica.
—No exageres. El recaudador no se atreverá a venir aquí, por la sencilla razón, de que lo que quiso hacernos es ilegal. Usad un poco la cabeza y llegaréis a la misma conclusión que he llegado yo.
Por culpa del entrometido Sarto, las ventas fueron menores que otras veces. Incluso el reparto fue desigual. El 40 por ciento para Amelia y Salamba, y el 20 para Mercurita. Esta, protestó. Pese a no ir con ellas por dinero, no le gustaba ese reparto tan discriminatorio.
—Pero bueno ¿Esto por qué?
—Porque por tu culpa, pasamos un mal rato con el recaudador y vendimos menos. No nos costaba ningún trabajo desmontar el puesto, acompañarle, y permitir que viera la mercancía, demostrándole de esa manera que no llevábamos nada ilegal.
—¡Uf! No seas tan ingenua ¿Es que no ha quedado claro, que ese tipo venía a quedarse con todo?
—Si hubiéramos hecho lo que nos dijo, habríamos terminado pronto y vendido más. Exclamó Salamba.
—Pues yo creo que Mercurita tiene razón. Dijo Amelia.
El siguiente domingo volvieron a vender. Mercurita estaba alerta. Había notado movimientos extraños de gente que las observaban. Entonces, dos soldados con trapos verdes en las mangas, se dirigieron a Salamba y a Amelia.
—Somos de La Guardia de la Ciudad. Desmontad el puesto y haced el favor de seguirnos.
Mercurita se echó a reír.
—Anda, quitaos los trapos; decidle al recaudador que no se ponga tan pesado, y dejadnos en paz.
Sin embargo, la asustada Salamba empezó a desmontar. La enfadada Mercurita le dijo, furiosa:
—¿Qué haces? ¿No ves que los manda el recaudador?
—Mira, acabemos de una vez. Vayamos a donde nos digan y demostremos nuestra inocencia.
Al ver la docilidad de Salamba y la pasividad de Amelia, la irritada Mercurita cogió la percha y se puso encima del mostrador en actitud amenazante.
—¡Fuera de aquí, ladrones! ¡Eso es lo que sois!
Viendo que no se iban, empezó a repartir perchazos.
—¿No entendéis con palabras? ¡Entonces, entenderéis con el palo! ¡Tomad!
Los dos hombres huyeron a toda prisa. Uno de ellos perdió el casco en su huida. Mercurita lo recogió.
—El ladrón de su dueño ya puede despedirse de esto, a menos que venga de inmediato, a pedirnos perdón.
Salamba estaba roja como un tomate. Uno de los clientes hizo una oferta.
—Te doy cincuenta kaliks.
—¿No es demasiado poco? Las cosas militares cuestan mucho dinero ¿Qué opinas, Salamba?
Pero esta no dijo nada. Seguía atendiendo a la gente, como si Mercurita no existiera.
—Ya que la jefa no contesta, te lo vendo por cincuenta kaliks. Dijo la hadita, resignada.
Un rato más tarde, vino la verdadera Guardia de la Ciudad.
Mercurita pudo observar mejor los detalles. No solo llevaban brazaletes verdes en las mangas, sino también un pañuelo de ese color en el cuello.
Estos, avisados por los ciudadanos, tomaron nota de lo ocurrido. Apenas revisaron la mercancía. Y al contrario que los hombres de Sarto, trataron con educación a las hadas.
—Así que sospechas del recaudador. Y dices que el domingo pasado os visitó, e intentó robaros. Vale, gracias.
En cuanto a las ventas, fueron tan solo de 120 kaliks. Para evitar discusiones, Salamba dio 40 para cada una; pero dijo:
—Esta es la última vez que cuento con vosotras dos para ir a vender. Durante toda la semana, Toria Nawas me ha insistido hasta la saciedad para que os deje y la lleve a ella. Tú, Amelia, no quieres ir los sábados a recoger la ropa. Y tú, Mercurita, además de que no tienes fuerza suficiente como para tirar de la carretilla durante todo el camino, no has hecho sino crearme problemas con el recaudador. Por lo tanto, os pago a partes iguales y ya estamos en paz. Se acabó nuestra sociedad.
—¿Toria? ¿Esa misma que piensa que las morenas no deberíamos estar estudiando aquí? Tú eres del sur y morena, Salamba. No sé, por qué cuentas con esa racista para que te ayude a vender. Me dejas sorprendida. Dijo la traviesa hadita.
—Esa es. Ella dice, que en cuanto te vayas, el recaudador dejará de molestarnos. Y su opinión sobre las estudiantes del sur, formaba parte de una conversación privada entre ella y una amiga suya. O sea, tonterías sin importancia que todos decimos de vez en cuando pero que tú tuviste la mala suerte de escuchar. Como eres una niña, te lo tomaste como un insulto hacia tu persona y hacia tu tierra. No entendiste que era, pura ironía.
—Haz lo que quieras, pero yo no tengo nada que ver con el recaudador. Conmigo o sin mí, te seguirá molestando. Si eso ocurriese, pide a la gente que llame a La Guardia. Ni se te ocurra ir con ellos. Haz lo que te digo.
Pero Salamba se alejó sin responder. Amelia y Mercurita se pusieron muy tristes.
—Esa fanfarrona de Toria no es mejor que nosotras. Y por desgracia, no está permitido usar la magia para defenderte, a menos que seas un hada con tu título y estés en peligro mortal. Dijo Amelia.
El domingo por la mañana, Mercurita aguardó despierta en la habitación. Esperaba que al igual que los domingos anteriores, Salamba la llamara para ir al mercado ¿Quién sabe? A lo mejor, Amelia la había logrado convencer. Pero el tiempo pasó, y no
vino nadie. Como no tenía nada que hacer, cogió una pelotita y se puso a botarla en el casi solitario patio. Al pasar por la tapia, sintió curiosidad y se asomó. Allí estaba la aburrida Amelia, que a juzgar por su aspecto, le pasaba lo mismo que a ella. Cuando la vio, le hizo señas.
—Al final, tampoco contaron contigo ¿Verdad?
—Así es. Para colmo, he tenido que soportar las burlas de Toria “Ricitos de Oro”.
—Bueno, pues que les vaya bien. Anda, vamos a jugar un rato con la pelotita. Es lo mejor que podemos hacer.
Poco a poco, las aburridas alumnas se unieron al partido. Cuando Amelia y la pequeña hada tenían olvidado el disgusto, se escuchó un barullo.
Casi tres horas después de salir, llegaban a la escuela, Toria y Salamba, sin la carretilla ni ningún bulto. Estaban llorando. Un carretero las había traído. Mercurita y Amelia fueron a darles el encuentro, apresuradamente. Temían que les hubiera pasado algo malo. Así, era.
—Tenías razón. Ese recaudador es un villano. Hoy vino de nuevo. Con mucha chulería nos exigió que desmontáramos todo, y fuéramos con ellos. De inmediato, nos quitaron toda la mercancía, sin mirarla a fondo. Aún, dudaban si debían encarcelarnos, vendernos como esclavas o qué se yo. Cuando les dijimos que ambas éramos hadas, no se lo quisieron creer. Afortunadamente, aún quedaba un uniforme viejo por vender, y tal vez por eso, nos creyeron. Pero no nos devolvieron la mercancía. Lo siento mucho. Perdonadme, por no haber contado con vosotras. Debí hacerte caso, “Mercu”.
—¡Ay, Salamba! Ya te lo advertí.
Toria dijo a Mercurita en tono histérico:
—¡Supongo que nuestra desgracia te alegra ¿Verdad? Anda, no seas hipócrita y admítelo, Pelo Sucio!
La pequeña hada miró con cara de lástima a Toria.
—Acabas de decir la peor tontería de tu vida. La rivalidad que haya entre tú y yo, queda entre nosotras, y nadie más ¡Quien maltrata a unas compañeras es como si me maltratara a mí! Dijo la hadita, llena de rabia.
Toria bajó la cabeza avergonzada. La profesora Tanda Saino y el profesor de historia, Vemio Lingon estaban de guardia en el colegio, aquel día. Ambos eran partidarios de buscar a Fando y contarle lo sucedido. Cada vez parecían más reales los rumores que decían, que fue un caballero. A Mercurita la tuvieron que sujetar las alumnas mayores, ya que cogió su varita y emprendió el vuelo, rumbo a la ciudad. Temiendo que intentara algún tipo de acción contra el recaudador, la alcanzaron y la obligaron a aterrizar. Estaba roja de ira.
—Ese no sale con la suya ¡Seguro, que no! ¡Soltadme de una vez, inmediatamente!
—Ni hablar. Te quedas aquí, con nosotras. Anda, ven a ver nuestras instalaciones, que aún no has entrado. Dijo Titania, la delegada del curso de 7º.


Titania, la delegada, vigila de cerca a Mercurita, que pretende salir a la calle


Esta tenía el pelo de color castaño, rizado. Solía llevar con frecuencia, una pasada de tela negra.
—¡Soltadme! Es domingo y tengo derecho a salir de paseo.
—¿Nos tomas por tontas? La respuesta es “no”. Dijo Titania con firmeza.
Fando tardó seis horas en llegar. Mientras tanto, Titania se había quedado vigilando a Mercurita. Y en verdad que le dio muchos quebraderos de cabeza.


Llega Fando para alivio de Titania, el cual llama a las hadas


 Venía montado a caballo y vestía de una forma elegante, como nunca lo habían visto. No estaba de buen humor. Primeramente, llamó a las alumnas que habían ido a vender en el mercado.
—Así que, habéis tenido problemas con el recaudador, y no se os ha ocurrido decirme nada ¡Mal hecho!
—Bueno, es que yo controlaba la situación. Pero cuando dejaron de contar conmigo, vinieron los problemas. Exclamó Mercurita.
—¿Te has creído que eres una heroína o qué? Si no os hicieron nada mientras estabas tú, no fue porque te tuvieran miedo, sino porque meterse en líos habiendo una niña cerca es algo muy impopular y el recaudador habría sido apaleado por la enfurecida multitud. Así que, desengáñate. Dijo Fando, más serio que nunca.
Mercurita bajó la cabeza, avergonzada. Esa posibilidad no se le había ocurrido, a causa de su alta autoestima.
—Voy a buscar a La Guardia de la Ciudad y denunciar lo sucedido. Vosotras, quedaos aquí sin hacer tonterías.
Fando se puso en camino a todo galope. Su caballo parecía llevar una espada enfundada.
—A ver si hay suerte y le corta la cabeza a ese ladrón. Dijo la vengativa Toria.
Cerca de ellas pasó el portero, Herdo. Estaba callado y tenía aspecto serio. Parecía estar informado del suceso, pero tal vez Fando, le había prohibido quejarse por el robo de la carretilla.
Cuando empezaba a atardecer, vino el administrador. Traía la carretilla atada al caballo.
—Tras mucho andar y buscar, encontramos al recaudador. El niega que quisiera haceros algún tipo de daño u os amenazara. Dice que vuestra mercancía le fue robada durante un descuido, mientras recaudaba el impuesto en especie, porque una familia no tenía dinero para pagar. Así que, lo siento. No hay pruebas de que la mercancía sea vuestra o de él. No es aconsejable meterse en pleitos sin pruebas sólidas, porque lleva todas las de ganar.
—Entre la ropa había un traje de hada ¿No es eso una prueba a nuestro favor? Dijo Amelia.
—Podría ser el traje de una antigua alumna que lo entregó como pago.
Las caras de decepción de las alumnas, lo decían todo. Fando añadió, que el recaudador ya sabía a qué atenerse, si volvía a intentar robar o hacerles algún daño. Pero Salamba y Toria
no tenían ánimos para seguir vendiendo los domingos. Mercurita dijo que ella y Amelia podrían seguir haciéndolo. Fando no vio que ésta tuviera personalidad suficiente como para eso, y no quería que fuera la pequeña y conflictiva hada, la que llevara el control de las ventas.
—No puede ser. La idea fue de Salamba. Y si ella no quiere, no hay nada más que hablar.
Ante la insistencia de Mercurita, Fando la llamó a solas para no ofender a su alumna.
—Amelia no es muy autoritaria que digamos. En cambio, tú eres muy enérgica y acabarás imponiéndole tu voluntad. Si quieres ir a vender, tiene que ser con alguien mayor que tú, y muy responsable.
—Pero ¿Qué tiene de malo que sea yo, la que lleve el negocio?
—Además de ser una niña inquieta, estás enfadada con el recaudador. No tardarás en meterte en problemas, y a la buena de Amelia, en ellos.
—Pero si yo sé, controlarme. No te creas todo lo que te dicen de mí. Hay muchas envidiosas.
—Sí, sí, claro. He oído que tuvieron que sujetarte, porque pretendías ir volando al mercado, para lanzarle algún hechizo al recaudador ¿Vas a negarlo, acaso?
—No, pero fue el enfado de ese momento.
—Pues un enfado momentáneo lo estropea todo, y eso es muy frecuente en ti. Precisamente, muchos hados han suspendido por tener reacciones semejantes en vez de razonar. Y tú haces lo mismo. Así que, olvídate de ir a vender por tu cuenta, y ten cuidado porque puedes acabar suspendida o expulsada si no te comportas de manera razonable.
Fando dio la conversación por terminada y se fue. Mercurita estaba muda de asombro por la fama de aguerrida que estaba cogiendo.
La hadita buscó entre las mayores a alguna responsable que quisiera acompañarla, pero no la encontró. Cuando le preguntó a la delegada, Titania, le respondió que tenía mucho que estudiar, y que le resultaba imposible. Era época de exámenes y ninguna alumna mayor podía ayudarla.
Por lo tanto, su única opción sensata, era devolver la carretilla a Herdo. Este la cogió, seriamente, y en silencio. Llena de rabia, la pequeña hada estuvo durante un buen rato en el bosque cercano a la escuela, sentada en el suelo. Entonces, vio pasar a Senya y se tuvo que ir de allí. Con una rabieta ya tenía bastante. Solo le faltaba, que la ingrata delegada de su clase, se burlara de su desgracia. Incluso sospechaba que había pasado por ahí, para ver lo que estaba haciendo.

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