viernes, 6 de diciembre de 2013

Capítulos 4, 5, 6

Capítulo 4: Malas noticias


Sania preocupada

   Grismot, 8 de enero del año 2.167.
El día anterior, Florenia regresó a la escuela de hadas, tras pasar la Navidad en familia. Ninguno de sus parientes esperaba las noticias que les contó. Al parecer, en esa escuela, abundaban los alumnos de muy baja categoría. La directora ni siquiera se molestó en leer la recomendación de Fausto cuando Florenia se apuntó al curso, en septiembre del año anterior. Más que una escuela de hadas y hados, parecía un centro disciplinario.
Los alumnos tenían desde los seis años, hasta los sesenta y cinco. Muchos eran conflictivos, y los profesores tenían muy poca paciencia con ellos. No dudaban en agredirles o incluso expulsarles. Se calculaba que a final de curso, la mitad del alumnado, estaría dado de baja por diversos motivos; muchos de ellos, expulsados por causa de su mala conducta.
Florenia quiso morirse al ver ese nefasto ambiente. Pero a los dos meses se acostumbró, aunque no estaba segura de que pudiera llegar hasta los cinco años, que duraban los cursos. Ese centro era llamado “El Barrizal” porque inicialmente estuvo situado cerca de un pequeño y fangoso río. Debido al gran número de alumnos que enfermó, lo ubicaron en otro sitio, pero siguió llamándose igual.
—La cuestión es que mi hija sea capaz de aguantar hasta el final. Lo que más me duele, es que ese Fausto nos cobrara por sus servicios. En ese centro sus recomendaciones no sirven para nada. Él lo sabía. Dijo Gefia de mal humor
—¿Y no le ha escrito, protestándole por eso? Dijo Línan.
—Por supuesto. Ha respondido, casi burlándose de nosotros.
Nos dijo que en esa escuela no hace falta tener muchas recomendaciones para poder entrar; y que ya nos avisó de que Florenia no tiene mucho talento de hada ¡Qué hombre tan testarudo!
¿Acaso no la vio levantar el vaso lleno de agua, tal y como le pidió? Si lo llego a saber, no lo llamo.
Sania permanecía la mayor parte del tiempo, aburrida en la casa. Su compañera de juegos, Melitta, ya iba al colegio. Ese era su primer año. Cuando le preguntó a su madre porqué no podía ella ir, le respondió que no tenía dinero.
—Entonces, déjame ir a la escuela de hadas de Lamokia. Allí es gratis para mí.
—Ya hemos hablado de eso, y la respuesta es que no. Aunque no quise que nacieras, ahora que te tengo, no quiero perderte.
—¿Entonces, cuál es mi futuro? ¿Ser una sirvienta como tú?
Nada dijo Línan a eso. En su interior, se reprochaba su egoísmo. Ella era la que había dado sentido a su existencia, y no estaba dispuesta a quedarse sola, nunca más.
Días más tarde, Línan fue con Gefia al mercado a comprar ropa. Estaban de suerte, ya que había mucha de rebaja. Ambas mujeres toqueteaban maravilladas las prendas, sin saber por cuáles decidirse.
—¡Increíble! Simplemente, increíble. No me puedo creer que estos trajes tan bonitos cuesten tan baratos.
—Hay que tener en cuenta, que pronto será primavera.
—Sí, querida Línan, pero así y todo, no dejan de sorprenderme éstos precios tan bajos.
Entonces, la sirvienta miró con detenimiento, una de las muchas prendas.
—Esta mancha…Supongo que saldrá al lavarla ¿No? Parece sangre seca.
—¿Sangre seca? ¡Qué imaginación tienes, querida!
De pronto, unos soldados con cota de malla, casco metálico en forma de plato invertido y peto de color ocre, entraron en la plaza. Uno de ellos, gritó a viva voz:
—¡Apartaos de ahí! ¡Inmediatamente!
Entonces, se formó un tumulto. La gente no sabía qué estaba pasando. El soldado habló con más claridad:
—¡Desgraciados! ¡No os acerquéis a los puestos del rincón, si apreciáis vuestras vidas! ¡Estos vendedores son unos ladrones, y muchas de las prendas de vestir han sido robadas del hospital de “Las Dunas Blancas”!
Al oír aquello, la gente comenzó a gritar y a correr. Pese a la distancia, muchos sabían que los enfermos de la asediada ciudad de “Erán” habían sido alojados en ese hospital. Algunos murieron por una epidemia que se desató. Los vendedores quisieron escapar, aprovechando la confusión. Pero fue inútil.
Dos días después, Línan se sintió mal. Cuando el médico fue a verla, se echó las manos a la cabeza. Todo parecía indicar que tenía la “Peste Verde”. De inmediato, la alojaron en un hospital de caridad. Su hija no quiso separarse de ella. Los médicos no eran muy optimistas.
—Bueno, hija mía. Parece que con un poco de suerte, te librarás de mí y podrás estudiar tu carrera de hada.
—No digas eso, mamá. Yo no quiero ser un hada ¡Quiero que te cures! ¡Te curarás! ¡Dime que sí!
—Yo también deseo curarme y estar siempre contigo. Pero eso no depende de nosotros, sino de Dios. Si tal cosa pasara, no se te ocurra ir al mismo colegio que Florenia. Vete al del Roble Dorado, que es el que viene en la recomendación.
—Mamá, no digas eso. Te curarás
—Claro, hija mía. Yo solo te hablo por hablar, para estar entretenida. En ésta oscura habitación, me aburro mucho. Y si no fuera por ti, me aburriría, aún más ¿Te importa leerme la recomendación que nos dio Fausto?
Sania leyó con dificultad. La vela no iluminaba mucho, y leía pocas veces desde que estaban en la casa de los Harden. La severa Gefia no le permitió tocar una sola página de los abundantes libros de su biblioteca. Temía que los estropeara.
—”Esta prometedora niña es testaruda como una piedra; ágil y escurridiza como el mercurio, con una voluntad de oro y un tesón inquebrantable. Es carismática y tiene un excepcional don de gentes. Es muy activa e incansable, capaz de animar a los desesperados y consolar a los afligidos”.
—¡Muy bien! Qué de cosas buenas ha escrito Fausto de ti. Según nos contó Florenia, las hadas pueden escoger un seudónimo o usar su nombre ¿Qué harías, tú?
—Creo que me gustaría usar un seudónimo, basándome en la descripción que hizo ese mago, de mi.
—Ajá. Eso está muy bien ¿Entonces, cuál usarías? ¿Pies de oro? ¿Testarudita? ¿Piedrecita?
—No. Me gusta más “Mercuria”.
—Entonces, por tu edad te llamarán “Mercurita”.
—¡Eso, es! Mercurita me gusta más. Y si me llaman siempre así, aunque crezca, no me ofenderé.
—¡Estupendo! Anda, tápame, que quiero dormir un rato, mi pequeña Mercurita.



Capítulo 5: El camino hacia Lamokia


Sania se hace a la idea de que debe ir a Lamokia

Tras varias semanas, Línan consiguió curarse. Fue, casi un milagro. Sania sospechó, que podría deberse a sus recién descubiertos poderes mágicos, ya que todas las personas enfermas con las que habló, parecían encontrarse mejor, tras un rato hablando con ella.
Al llegar a la casa de los Harden, les abrió una sirvienta, que sustituía a Línan. Gefia la recibió, fingiendo estar alegre.
—¡Mi querida Línan! ¡Qué contenta estoy, de verte con vida! Me dijeron que habías fallecido. Supongo que vienes a recoger tus cosas ¿Verdad?
Con esas palabras, le daba a entender que estaba despedida.
—Así es. Dijo ésta, con sequedad.
Luego, entró a toda prisa en la habitación que compartió con su hija, Sania, y cogió sus pertenencias.
—Eh, bueno….si quieres, puedes quedarte unos días, hasta que decidas a donde vas a irte. Dijo Gefia, llena de remordimiento.
—Gracias, pero me voy, ya mismo.
Medro, conmovido, la ayudó a llevar el equipaje.
—Esto es mucho para ti. Espérame y te lo llevaré en la carretilla, hacia donde tú, me digas.
—Muchas gracias. Me dirijo a la casa de mi madre. Está muy cerca de aquí.
Amara estaba bien informada de todo lo sucedido, incluyendo la enfermedad de su hija, a la que no visitó. Permitió la entrada de ésta, pero…
—Sania que se vaya a estudiar. En mi casa no la quiero.
—Pero…es mi hija y tu nieta ¿No querrás que se vaya sola, y tan lejos?
—Sabes muy bien lo que pienso de todo esto, así que no me lo hagas repetir.
La asombrada Línan, exclamó:
—Pero…¿Lo dices en serio? ¿No te da lástima de ella?
—Ese no es mi problema. Que se las apañe y vaya a ver a Arselo, el párroco, y le pregunte. No tengo inconveniente en darle algo de dinero para que coma por el camino.
La enfadada Sania no pudo callarse.
—¡No necesito tu dinero! Me voy de aquí, ya que mi madre no sabe imponerse. Es evidente que una bruja como tú, y una aspirante a hada como yo, no podemos estar juntas.
—¡Sania! Más respeto a tu abuela.
—¡Pues que me respete ella a mí! ¿No has visto aún, lo poco que me aprecia?
Amara exclamó, despectivamente:
—¡Bah! Esta niña es una salvaje loitina como su padre.
Antes de que Sania pudiera hablar, Línan le dijo al oído:
—Sé que ésta situación es muy dura para ti, pero tu abuela está muy vieja, y tal vez dentro de poco, fallezca. Ten paciencia y respétala, lo que le quede de vida.
—¡Pues si se muere, mejor! ¡Una bruja menos!
—Anda, déjate de decir tonterías, y vete a ver al párroco.
Sania se fue, dando un fuerte portazo.
El párroco Arselo era un hombre moreno, de cuarenta años, alto, delgado y con experiencia en ayudar a las personas en apuros. Sania le contó su problema. Tras un rato pensativo, le dijo:
—Conozco a alguien, que tal vez pueda ayudarte. Lo que no sé, es lo que tardaré en encontrarlo. Si no tienes ningún sitio a donde ir, puedes quedarte en el albergue.
—Gracias, me quedaré. Mi abuela es una bruja y mi madre no me quiere lo suficiente como para plantarle cara por mí.
La persona de la que el párroco habló, era Teriko de Hadria, el bandido, que durante un tiempo estuvo viviendo en una parte de la casa de la pequeña Sania. Ahora, su banda estaba dividida y desprestigiada. Peor, aún. Varios de los ladrones que vendieron ropa robada en el mercado, eran ex miembros de su grupo. La gente, por error, creía que el propio Teriko estaba implicado en ese sucio negocio. De vez en cuando, iba con varios de sus hombres a ver al párroco. Este le habló de la necesidad que tenía Sania de viajar hacia Lamokia.
El bandido se sintió moralmente obligado a ayudarla. Pero no sabía cómo hacerlo.
Tras muchas y complicadas gestiones entre el párroco y el burgomaestre del pueblo, se acordó una cita entre ambos, en el interior del templo. Allí aguardaría “Germak” para escuchar lo que el truhán de Teriko, le quisiera decir. Una vez acabara, dispondría de una hora para irse. Luego, seguiría siendo un vulgar delincuente, perseguido.
Un domingo por la mañana, muy temprano, el nervioso Teriko entró en el templo, acompañado por Arselo. Dentro, aguardaban tres soldados sin cascos, ni armas; que lo miraron con desconfianza al reconocerlo. En un rincón de la primera fila aguardaba el burgomaestre, arrodillado. Al parecer, estaba rezando.
Al ver al delincuente indeciso, lo llamó por señas. Este se acercó, y se arrodilló también. Teriko era moreno, alto y de complexión fuerte pero con ánimo decaído. En cambio, Germak, que físicamente no era muy distinto al bandido, tenía cara de astuto y hombre experimentado en la vida.
—Parece que querías hablar conmigo ¿No es así? O eso, al menos, me dijo el párroco.
—Así es. Tengo dos cuestiones de que hablar. La primera, es que soy inocente de todos los delitos que se me acusan...
El burgomaestre, le interrumpió.
—Anda, háblame de la segunda.
Teriko protestó, por lo que consideraba una falta de respeto.
—No soy ningún bandido. Tras la invasión de los loitinos, puse orden en las regiones devastadas. A cambio de eso, pedí a la gente, que nos pagaran por nuestros servicios. Es lo que habría hecho, cualquiera.
—Lo que hiciste en realidad, fue extorsionar y chantajear a los ciudadanos. Todo aquel que no te pudo pagar, le obligaste a compartir sus tierras y pertenencias con la gentuza de tu banda. Y cuando alguno tuvo la valentía de plantarte cara y pedirte que te fueras, lo apaleaste y expulsaste, de su propia casa. Si en verdad pretendías ayudar, debiste haberte puesto a las órdenes de nuestro señor, el barón Amaxo de Neuria.
—Lo siento, me fue imposible abandonar la región para ir a ver a Amaxo. Los loitinos podían volver durante mi ausencia.
—¡Ya, claro! Si piensas que se está cometiendo una injusticia contigo, no dudes en escribirle y contarle lo que me has dicho a mí. En realidad, deberías ir en persona a entregarte. Pero dudo que lo hagas. Dijo el burgomaestre, sonriendo, cínicamente.
Teriko se quedó pensativo durante un momento. Germak lo interrumpió.
—No le des más vueltas a eso. Las cosas son, tal y como te he dicho. Ahora, si no te importa, háblame de la segunda cuestión, que no tengo todo el día.
El mafioso le explicó lo sucedido a Sania, así como su sentimiento de ayudarla. Le pidió un salvoconducto para viajar con ella, junto con algunos hombres más, para protegerla de los peligros del viaje.
—Pobre, niña. En verdad, es una desgracia tener una abuela tan severa y una madre tan estúpida. Me alegra saber que aún tienes algo de humanidad con las víctimas de tus extorsiones. Pero no creas que seré tan tonto de concederte un salvoconducto para que puedas ir, libremente, por Tierra Yrena.
—Entonces, concédeselo a mis hombres.
—De acuerdo. Pero se lo daré, solo a tres, que no tengan delitos de sangre.
—Es extraño, creía que solo el barón Amaxo puede conceder un salvoconducto.
—Está ausente, indefinidamente, por motivos militares. Le está ajustando las cuentas a las tribus loitinas fronterizas. No se sabe cuándo volverá a la capital. Esa niña no puede quedarse en éste pueblo, suplicando la ayuda del párroco y de su repugnante abuela, teniendo al alcance de su mano un futuro mucho mejor.
Tres días después, Ankar, la rubia ex novia de Teriko, se presentó a Sania. Iba con dos hombres más: “Tando” y “Uriban”.
—Hola, Sania. Lamento mucho tu situación. Es increíble lo que has cambiado en los casi dos años que hace, que no te veía.
—Hola, Ankar. Yo también me alegro mucho de verte. No me olvido de aquellos buenos ratos que pasamos. Te agradezco, muy sinceramente, que me enseñaras a leer.
—Es agradable saber que me recuerdas con cariño.
Tras entregar al párroco las pertenencias que no podía llevar para que las repartiera entre los más necesitados, Sania y sus tres acompañantes emprendieron el camino. Fueron a pie, ya que un caballo o un burro, eran un lujo que no se podían permitir. Al menos, tuvieron la suerte de que unos ganaderos se compadecieran de ellos y los llevara en su carro, ahorrándoles cincuenta kilómetros de marcha. Pero les quedaba aún, mucho camino por andar. Tando y Uriban tenían mala cara.
—Si el camino os parece largo ¿Por qué vinisteis voluntarios? Había otros compañeros que nos hubieran acompañado con más voluntad que vosotros. Dijo Ankar.
El barbudo Tando, exclamó:
—No solo es que hay mucho que andar, sino que en el viaje de regreso nos pueden estar esperando los soldados del barón ¡Es más que probable que ese cobarde de Teriko ya se haya rendido! ¡Hagamos lo que hagamos, da lo mismo. Nos encerrarán de todas formas!
Al parecer, Ankar, aún conservaba un poco de respeto por aquel que fue su novio.
—¿Qué te hace pensar eso? El no traicionaría jamás a su banda. De todas maneras, si no te fías, puedes preguntar al párroco cuando regresemos.
—Es de confianza, no lo dudo. Pero es muy probable que lo vigilen de cerca.
—¿Piensas abandonar a la niña?
—La verdad, es que me importa un bledo lo que le pase ¡Que vaya sola y se busque la vida! Se supone que es un hada, y debería saber cuidarse ella misma ¿No? Dijo el calvo y bigotudo Uriban.
—No es exactamente un hada, sino una niña con facultades extraordinarias. Cuando le enseñen en la escuela, entonces lo será. Dijo Tando.
—¿Vais a dejarme sola, con ella? A Teriko no le gustará saberlo, y al burgomaestre, tampoco.
Un extraño e incómodo silencio llenó el ambiente.
Estaba atardeciendo. La pobre niña se sentía muy asustada. Los dos hombres evitaban mirarla. Se podía escuchar el sonido de una mosca. Sania, exclamó:
—Siento mucho que discutáis por mí. Creedme que si pudiera, me iría sola.
—¿Alguien te ha preguntado? Exclamó Tando, fríamente.
—No le hagas ningún caso, chiquilla. Ya verás, como todo sale bien. Viajar en solitario es muy peligroso. Dijo la ex novia de Teriko.
Tando se levantó, y lleno de ira, le dio una patada a una piedra, que se deslizó rodando por el suelo. La enfadada Ankar, le dijo con severidad.


Discusión

—Deja de hacerte el chulito, porque como asustes a Sania o la hagas llorar, te llevarás un disgusto.
—Sí, claro. Lo que tú digas. Dijo, mirándola con rabia.
—Cálmate. Creo recordar que la banda de Armio está cerca
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de la frontera con Lamokia. Propongo que vayamos hasta allí, y te busques a otros que quieran acompañaros. Dijo Uriban.
—Eso suena mejor. Ya no me acordaba de Armio. Ese viejo lobo tiene más futuro que Teriko. Creo que me uniré a él ¿Y vosotros?
—¿Acaso pensáis que el jefe no sabrá salir adelante? Solo es una racha de mala suerte que ya pasará.
—Esa mala racha lleva más de un año persiguiéndole. Cada vez que pienso, que hace cuatro llegamos a ser doscientos hombres y éramos los amos absolutos de la región, me entra la tristeza. Ahora, no llegamos ni a veinte, y no somos nada.
—Teriko tuvo su buena estrella, gracias al debilitamiento de los ejércitos del barón en su lucha contra Los Dragones Rojos. Los loitinos lo sabían; nos invadieron, y cuando tuvieron bastante y se fueron, llegó Teriko. Luego, nos hicimos los dueños de gran parte de Neuria. Pero cuando el barón Amaxo se recuperó de las pérdidas causadas por la guerra, empezó a poner orden. Admítelo, Ankar. Los buenos tiempos se acabaron. Teriko, también.
—Basta de discusiones, Tando. Vamos a ver a Armio, y cuando lleguemos se decidirá. Dijo la mujer.
El pequeño grupo caminaba a una media de veinticinco kilómetros diarios. Descansaban donde podían, y dormían al aire libre, en mantas. Los dos hombres se ponían de mal humor cuando la pobre Sania, agotada, se sentaba a descansar. La comida, la pagaban entre todos. Sania tampoco tenía mucho. Se preguntaba qué pasaría con su casa. No estaba segura si su madre la vendería o no. A saber, cuándo volvería allí, de nuevo. Solo de pensarlo, sentía nostalgia. Intentaba no llorar para evitar problemas, ya que Tando no soportaba sus llantos, y Uriban se burlaba de ella. Los peores momentos llegaban con la lluvia. No pocas veces, tuvieron que refugiarse debajo de algún árbol, mientras echaban maldiciones por su mala fortuna. Pero algo de bueno tuvo el estar juntos, durante tantos tiempo. Aprendieron a apreciarla más.
Al atardecer del 24º día de marcha, llegaron a la altura del campamento de Armio. Estaba situado en una montaña de difícil acceso.
—Bueno, ahí está. Supongo que el siguiente paso, consiste en pedir voluntarios para que acompañen a Sania lo poco que queda del viaje ¿No es así? Exclamó Uriban.
—Sí, y también unirnos a ellos. Dijo Tando.
—He pensado que el barón podría indultarnos por haber llevado a ésta niña a su destino. Si nos unimos a la banda, será peor. Pensadlo, un poco.
—¡Tonterías! Un “largo paseíto” no va a ser suficiente como para borrar atracos, extorsiones y apaleamientos. Dijo Tando.
—Ninguno de nosotros tres, tiene delitos de sangre; por lo que la idea de Uriban no es descabellada. En cambio, si nos unimos a Armio, nuestra situación, empeorará. Dijo Ankar.
—No creo que nos pase nada malo por estar un rato charlando con ellos. Les preguntaremos como les va, y según lo que nos digan, decidiremos si nos unimos o no. Seamos prudentes, compañeros.
—Sí, tienes razón.
Al ver al centinela que vigilaba el escondrijo, Uriban le hizo una señal. Este le saludó de igual manera, y fue a buscar a su jefe.
Armio se encontraba algo bebido cuando llegaron.
—¡Hola, chicos! ¿Qué os trae por aquí?
—Hola, Armio. Venimos a acompañar a ésta pequeña amiga, a visitar a unos familiares. Dijo Ankar.
El jefe de la banda sonrió a Sania.
—Bien, bien. Visitar a la familia, siempre es bueno.
—Sí, sobre todo, si es una familia de hadas. Dijo Uriban.
Al oír esas palabras, el jefe montó en cólera.
—¿Hadas, has dicho? ¡Entonces, no os dejaremos pasar!
El extrañado Uriban quiso saber el motivo.
—Ellas, las muy perras, no nos dejan cruzar la frontera para hacer negocios. Dijo, señalando hacia su izquierda.
—Yo no veo nada. Dijo Tando.
—No las ves, pero están allí. Apenas a unos diez kilómetros, se encuentra Lamokia. Algunas veces, desde el aire, y otras, a escondidas, nos hacen detenernos. Si alguno por casualidad, consigue pasar, no tardan en localizarlo y adormecerlo con sus hechizos. Luego, lo encarcelan. He perdido a unos quince hombres por culpa de ellas, y ahora vosotros pretendéis que os deje pasar, para que esta niña vaya a ver a unos familiares que son hadas o magos ¡Pues no, señor! No pasaréis.
—No te enfades, hombre. Era una broma. La realidad, es que ella quiere ir a una escuela de hadas para aprender.
—¡Peor aún, Tando! En el futuro nos perseguirá a nosotros. Así que, ni hablar.
La decepcionada Ankar, exclamó:
—Bueno, no te pongas así. Daremos la vuelta y regresaremos a Grismot ¿Qué se le va a hacer?
Armio hizo un gesto a sus hombres para que les cortaran el paso. Pronto, se vieron rodeados.
—¡Quietos ahí, listillos! ¡No me fío de vosotros! Vuestras opciones son dos: uniros a nuestra banda, u os cortaremos el pescuezo. Y eso va, por los cuatro. Os daré de plazo hasta mañana, para pensarlo.
Los miembros de la banda echaron a reír, divertidos. A Tando y a Uriban ya no les hacía ilusión unirse a Armio. Sus hombres eran unos borrachos e indisciplinados y no era eso lo que esperaban encontrar. El propio jefe bebía como una esponja.
—A Teriko no le gustará tu forma de tratarnos. Dijo Ankar.
—¡Bah! Ese ya pasó a la his. Un día de éstos, lo ahorcarán en la plaza mayor de alguna ciudad.
Al caer la noche, los bandidos se acostaron; unos en el interior de una vieja choza, otros en tiendas de campañas y otros en el interior de las cuevas de la montaña. Sania y sus compañeros estaban al aire libre, vigilados de cerca por un centinela armado. Este se encontraba de pie, junto a una pequeña hoguera.
Uriban se acercó a él para intentar sobornarlo.
—Eh…buenas noches, compañero. Con tu permiso, voy a orinar, junto a ese árbol.
—Vale. Fue su seca respuesta.
Al verlo poco receptivo, tras terminar, se dispuso a dar media vuelta y regresar a la tienda. Pero el centinela, intuyendo lo que quería, lo llamó.
—No sé si fue mi imaginación, pero creí que tenías algo interesante que contarme, compañero.
—Eh, sí…verás. A mis acompañantes y a mí, no nos gusta estar aquí, en éstas condiciones. Nos duele que Armio nos trate como a prisioneros. No le hemos hecho, nada malo. Apenas llevábamos dos minutos hablando con él, y por decirle que nuestra acompañante quiere ser un hada, se ha puesto como una fiera ¿Crees que es justo, el trato tan vejatorio que nos ha dado?
Su interlocutor se echó a reír.
—¿Qué esperabas del jefe? Pensé que lo conocías. No es la primera vez que te veo por aquí.
—Antes, venía con varios compañeros más, de visita y para hacer negocios con él. Pero me pareció más amable de lo que en realidad es. Vaya decepción.
—¡Ja, ja, ja! Y lo es…¡Con los visitantes! Le encanta guardar las apariencias. Pero a los miembros de su banda, nos trata a patadas. Ahora mismo, pertenecéis a ella, a menos que prefiráis que os corte la cabeza. La elección es sencilla. Dijo el burlón centinela, colocando su dedo índice en el cuello.
—No sé si podremos resistir mucho tiempo esta indisciplina reinante. Acostumbrados a las normas de Teriko, esta banda no nos gusta ¿Hay alguna forma de salir de aquí, de inmediato?
El centinela miró con desconfianza a su interlocutor, luego volvió la cabeza hacia atrás, y dijo en voz baja:
—Pues…depende.
—¿De qué?
—Del dinero que me ofrezcáis.
Al ver que lo miraba con extrañeza, el centinela reiteró su petición.
—Sí, sí. En esta vida todo funciona a base de dinero. Confío en que podamos llegar a un acuerdo.
—Espera, voy a consultar con los demás.
—Date prisa. Dentro de media hora más o menos, vendrá un compañero a relevarme.
Uriban se reunió con sus acompañantes y les contó la situación. Había que hacer una colecta.
—Veamos…20, 35, 61, 185 ¿Se conformará con esto?
—Yo no pienso darle, ni un céntimo más. Con 200 kaliks, va bien sobrado. Exclamó Tando.
Pero al centinela no le bastó esa cantidad.
—Dile a tus colegas, que no sean tacaños. Con 500 kaliks os daré cinco minutos de ventaja, antes de dar la alarma. Con 1.000, quince minutos.
—Pero ¿No ibas a dejarnos marchar? Eso no es justo.
—¿Me tomas por tonto? Si hiciera lo que me pides, Armio me mataría. Si doy la alarma, solo me dará unos cuantos azotes.
—Entonces, no hay trato. No tenemos 500 kaliks, ni veo que tengas voluntad de cumplir con tu parte del acuerdo.
—¡Bah! Vosotros os lo perdéis. Seguid durmiendo, tontos. No sois libres porque no os da la gana. Cinco minutos son suficientes como para bajar de aquí, a toda prisa, y meteros en los bosques. Por solo 500 kaliks, podréis gozar de la libertad.
—No somos tontos. Lo que quieres, es hacerte rico. Dijo Uriban, ofendido. Dicho lo cual, se tumbó para dormir.
El centinela se puso a mirarlo, pensativamente. Dentro de poco vendría un compañero a relevarlo, y existía la posibilidad de que llegaran a un acuerdo con él.
“Debix es un estúpido. Con un vaso de vino, es el hombre más feliz del mundo. Seguro que consiguen sobornarlo, por mucho menos de 200 kaliks”. Pensó, el rabioso vigilante.
Pasados unos minutos, se dirigió a Uriban. Le dio una patada en el pié.
—¿Estás despierto? Venga, vale. Dame esos 200 kaliks. Acepto. Debéis daros prisa.
Uriban le dio el dinero y avisó a los demás. Apenas se pusieron las mochilas en las espaldas y anduvieron unos cuantos pasos, cuando el centinela gritó:
—¡Alarma! ¡Alarma!
—¡Eso no fue lo acordado, estafador!
El vigilante sonrió con maldad.
—Os he dado diez segundos para escapar. Con 200 kaliks no hay para más. Ya te dije, que os dierais prisa. No es culpa mía de que seáis tan lentos...y tan tacaños ¡Ja, ja, ja!
Al momento, se despertaron los bandidos. Armio se abrió paso, espada en mano, y avanzó con cara de ira, hacia sus prisioneros. Al parecer, estaba furioso por el brusco despertar.
—¿Os queríais largar, eh? ¡Bien! Esta noche te cortaré el cuello. Mañana le tocará a tu compañero. En cuanto a las hembras, ya decidiré lo que haremos con ellas.
Ese comentario provocó una fuerte carcajada de sus hombres. Pero en cuanto levantó el brazo para asestar el tajo a Uriban, la espada se le escapó de las manos, se elevó en el aire y cayó a sus pies. Todos estaban llenos de asombro. Entonces, vieron a Sania, sosteniendo una ramita que había encontrado en el suelo. Estaba apuntando con ella a Armio.


Sania amenaza a Armio, tras desarmarlo

—Ahora, dime ¿Qué hago contigo, miserable? Dijo, mirando, amenazadoramente, al atontado jefe.
—¡No! ¡Déjame! ¡Te lo suplico! Exclamó Armio, lleno de temor, mientras se alejaba de los prisioneros.
Sus hombres retrocedieron, asustados. Uriban dio un golpe al desleal centinela, le quitó el dinero que les estafó, y lo metió en su bolsillo.
Ankar, con voz autoritaria, exclamó:
—¡Vinimos aquí como amigos, suplicando vuestra ayuda! Nos habéis tratado mal, y nuestra compañera ha montado en cólera ¡Dejadnos marchar o ateneos a las consecuencias!
—Os pido disculpas…Sí, marchaos. Dijo Armio, temblando.
Sania respiró con alivio. Le dolía el brazo y estaba cansada. Había utilizado la única habilidad mágica que conocía, y dio resultado. Pero por desgracia, al ser novata, no sabía controlar la intensidad de su poder.
—Ankar, por favor, dame la mano y ayúdame a caminar. La magia es agotadora. Dijo en voz baja.
—Por supuesto, pequeña. Disimula para que esos bárbaros no se den cuenta o lo pasaremos mal.
Cuando bajaban por la cuesta, una voz los llamó:
—¡Eh, esperadme! ¡Quiero ir con vosotros!
—¿Qué quieres? Dijo Tando, extrañado.
El desconocido aparentaba tener unos treinta años. Era rubio con bigote. Vestía un traje marrón, lleno de manchas.
—Llamadme Tesalo, por favor. Ya estaba harto de ese loco de Armio. Al ver que os escapabais he aprovechado la oportunidad para huir yo también ¿A dónde vais?
—Nos dirigimos a Lamokia, a la ciudad de Keilan. Cuando dejemos a ésta niña allí, ya veremos lo que hacemos luego.
—Os acompaño. Tengo muy buenos amigos en Lamokia. Soy un comerciante al que secuestraron esos villanos.
—Está bien, puedes venir con nosotros. Dijo Ankar.
Tando, malhumorado, le preguntó a Sania:
—Oye, el truquito ese de quitarle la espada a Armio, fue una buena idea ¿Por qué no lo hiciste antes?
Sania se encogió de hombros.
—Porque no estaba segura de que me fuera a salir bien. Pero en cuanto vi que la situación era desesperada, pensé que valía la pena intentarlo.
Estaba amaneciendo. El canto del gallo de un corral cercano, interrumpió el monótono cri cri de los grillos. De vez en cuando los viajeros miraban hacia atrás. Existía la posibilidad de que los bandidos hubieran cambiado de opinión y los persiguieran.
—No os preocupéis. Nos encontramos cerca de la ciudad fronteriza de Takana. Estamos a salvo. Si prestáis atención, veréis que dos hadas se dirigen hacia nosotros.
A unos doscientos metros, unas figuras vestidas de amarillo, con unas alitas transparentes como las libélulas en la espalda, se les acercaban desde el aire. Ambas debían tener, quince años. Tesalo les hizo señas.
—Esta amiguita se llama Sania, y quiere ser un hada como vosotras ¿Nos dejáis pasar, para acompañarla?
—De acuerdo. Oye ¿Qué nombre de hada, usarás?

Las hadas de guardia dan la bienvenida a Sania


Durante un buen rato, las hadas y Sania estuvieron hablando. El curso presente estaba a punto de terminar, pero llegaba a tiempo para apuntarse al próximo. Como no tenía ningún sitio cercano a donde ir, viviría con las internas.
—¿Es cierto que el curso es gratis? Preguntó Sania, extrañada.
—Para las alumnas prometedoras, sí. Pero no todo son ventajas. Cuando cumplas nuestra edad, tendrás que hacer misiones de vigilancia en las ciudades cercanas a la escuela. Ya te lo explicarán a principio de curso, con más detalle. Si vas a ir a apuntarte hoy, hazlo antes de las dos.
Dicho esto, las hadas emprendieron el vuelo.
—Ahí van esas dos cotillas, a contarle a la directora del colegio, tu hazaña. Dijo Tesalo, sonriente.
—No veo que haya mucho que contar. Simplemente, le di un susto a Armio, para que nos dejara en paz. Dijo Sania con modestia.
Tando y Uriban estaban malhumorados.
—¡Bonita forma de perder el tiempo! Sania ya está bien acompañada con Tesalo y Ankar. Nosotros, regresamos.
—¡Esperad, esperad! Como ya he dicho, tengo amigos en Lamokia. Si nos acompañáis, es posible que encuentre a alguien que pueda ayudaros.
—De acuerdo. En realidad, no tenemos mucho donde escoger.
—Vale, yo también iré. Dijo Uriban.
Al llegar a la entrada de la ciudad, había dos centinelas de guardia y el sargento.
—Para entrar en ésta ciudad, hay que pagar. Son diez kaliks cada uno.
—Hola, Herno ¿Yo también pago?
—¡Hola, Tesalo! ¡No te había reconocido con esa barba! Ya me han dicho, que te escapaste de las garras de Armio. Como eres de aquí, solo tienes que pagar tres kaliks. Pero imagino que no tienes dinero. Pasa, pero otro día me los pagas. No se te olvide ¿Eh?
—Yo pago lo de todos. Gracias a ellos, soy libre, y es lo menos que puedo hacer. Anótalo en mi cuenta ¿La niña paga también?
—No. Ya que no viene a hacer negocios, sino a estudiar.
Desde lo alto de las murallas de la ciudad, junto a una torre de vigilancia, estaban las dos hadas de antes. Al verlos entrar, les saludaron, alegremente.
—Tenías razón, son unas cotillas. Les ha faltado tiempo de contarle nuestras andanzas al sargento. Dijo Tando.
—¿Ahora, a dónde vamos? Preguntó Ankar.
—Podemos ir a la plaza o al muelle. Es buena hora para buscar trabajo en cualquiera de esos sitios.
—¿A buscar trabajo? ¡Ah, no! No estoy dispuesto a hacer vida de esclavo y llevarme todo el día descargando bultos de las carretas de un mercado o soportando el olor a pescado podrido del muelle ¿Tengo cara de haberme vuelto loco? Dijo Tando.
Sus compañeros se echaron a reír.
—¿Es que piensas pasarte toda la vida, jugándote el pellejo entre bandas de delincuentes? Dijo Ankar.
—¿Por qué no? Es lo que he hecho durante los treinta y cuatro años que llevo de existencia.
—Compañero, tú no llegarás a viejo. Yo prefiero dejar la banda y buscarme un trabajo honrado. Exclamó Uriban.
—Anda, acompáñanos. Es probable que dentro de un rato, cambies de opinión.
En la plaza había una multitud de puestos y tenderetes a medio montar. Las hadas volaban de un lado a otro, relevándose en las guardias o llevando mensajes. Nadie les solía prestar atención. Ya estaban acostumbrados a ellas. Los vendedores marchaban de un lado para otro, apresurándose a colocar la mercancía. Sania estaba triste.
—Cada vez que paso por un mercado, me acuerdo de mi ingrata madre. Se salvó por muy poco de una grave enfermedad. Estuve todo el tiempo cuidándola, y en vez de defenderme de mi abuela, permitió que me echara.
—No te pongas así. Lo mejor que podías hacer, era irte a estudiar.
—Tal vez, tengas razón, pero esperaba un trato más considerado por su parte.
Tasalo se adelantó unos pasos, y dirigiéndose a Uriban y su compañero, les dijo:
—Esperad aquí.
A Tando no le gustó eso.
—Seguro que va a contarle a La Guardia de la Ciudad, que somos unos bandidos.
—No creo. Ya lo habría hecho en la entrada. Me parece que va a preguntar, si hay trabajo.
—¡Me voy! Tanto si es una cosa, como si la otra, no me gustan ninguna de ellas.
Ankar le reprochó su actitud.
—¿Quieres dejar de portarte como un niño? Encima que Tasalo va a ayudarte a ser un hombre honrado, tú insistes en ser un delincuente ¿Qué hacemos, contigo?
Tando no tuvo tiempo de responder. Tasalo regresó con dos hombres más.
—Os presento a Gulio y a Teiro. Necesitan dos ayudantes. Tando, Uriban; id con ellos. Hay muchos sacos que descargar, de ese enorme barco.
Uriban fue decidido, mientras que el cabizbajo de Tando, iba resignado como un cordero, al que llevan para el matadero.
—¿Sabes coser? Preguntó Tasalo a Ankar.
—Un poco ¿Por qué?
—Necesito una costurera en mi negocio; ya que según me han dicho mis hermanos, la anterior se fue a otra ciudad ¿Aceptas?
—Eh…sí, por supuesto, pero ¿Y Sania?
—Llévala a la escuela, y cuando regreses, desayuna y descansa. Cuando estés más relajada, te explicaré en qué consiste tu trabajo. Es allí. Dijo, señalando a una tienda con la puerta de color verde.
Ankar hizo señas a una de las hadas, que iban y venían por toda la ciudad.
—¿Está muy lejos Keilan?
—A unos cuatro kilómetros. Es el pueblo de al lado. Coged por ahí, y llegaréis enseguida. Dijo, señalando hacia un hermoso bosque, cerca de un caudaloso río.
Por entre las copas de los árboles, se divisaban varios edificios. Era la escuela de hadas “El Roble Dorado”. La entrada era una vieja cancela, pintada de verde. En las puertas estaba impreso en letras metálicas, el nombre y el árbol que la simbolizaba. Ambas cosas estaban pintadas de un color oro viejo. A Sania no le gustó la combinación verde de las rejas con el dorado de las letras.
En la entrada había un barrendero, vestido casi con harapos, de lo remendada que estaba su mugrienta ropa de cuadros azules, blancos y rojo oscuro. Tenía el pelo de color castaño, con abundantes canas. Aparentaba tener, cincuenta años o más. Era delgado y con arrugas en la cara. Parecía que hablaba solo, mientras barría las hojas de unos árboles. Sania se dirigió a él.
—Disculpe. La directora de la escuela de hadas…
—¡Está dentro! ¡Busca y la encontrarás! Si no la ves, es tu problema. Dijo, señalando hacia la puerta. Luego, siguió con su tarea, como si no hubiera nadie. Sania y Ankar se miraron extrañadas.
—¡Menudo tipo! ¿Nos habremos equivocado de sitio? A ver, si hemos ido a parar a la mansión de un loco. Dijo la niña, divertida.
Eran, aproximadamente, las once y media de la mañana. El patio estaba solitario. Encima de sus cabezas, escucharon una voz. Era el hada que les indicó el camino.
—Id a ese edificio. En la planta baja, os atenderán.
Dicho esto, siguió volando.
Cuando se dirigían a entrar en el despacho de secretariado, una mujer de unos treinta y cinco años, salió a recibirles.
—¿Eres tú, la alumna nueva, que asustó a los bandidos?
Sania contestó, afirmativamente. Esa mujer era la directora. Tenía el pelo castaño rojizo, recogido en una cola. Llevaba unas horribles gafas de gruesos cristales. También tenía los labios, pintados de color rojo oscuro. A Sania le dio la impresión de que era una mujer bella, que quería parecer autoritaria.
—Como sabes, llegas demasiado pronto. Así que, para que no estés aburrida, acompañarás a la bibliotecaria. Entre ella y los profesores que estén libres, te ayudarán a leer, escribir y hacer algunas operaciones matemáticas, básicas. De paso, te explicarán en qué consiste la carrera de hada.
Sania dio las gracias a Ankar, por todo lo que había hecho por ella y la abrazó, despidiéndose. Ambas quedaron en escribirse de vez en cuando, para saber cómo les iba la vida.
La directora, cuyo nombre era Casia Danieli, le dijo que no se olvidara que en adelante, Sania usaría el nombre de “Mercurita”, ya que ese era el seudónimo escogido por ella y con el que sería conocida en la escuela. Tras rellenar los papeles de admisión y leer los documentos, la directora exclamó:
—Bienvenida a la escuela, Mercurita. Espero que tu ingenio esté a la altura de las circunstancias y dejes en buen lugar el nombre de éste centro.
—Por supuesto. Respondió la niña.


La directora habla con Sania




Capítulo 6: En la escuela de hadas



Sania vestida con el uniforme de hadas de invierno de la escuela. Detrás está Senya, la delegada de su clase, a la que parece no caerle bien

Mercurita no tardó en averiguar que la primera persona que conoció en la escuela y les habló a Ankar y a ella con malos modales se llamaba “Bairan Herdanio”, más conocido con el seudónimo de “Herdo”. Era el portero. Nadie sabía cómo ese antipático personaje había conseguido entrar. Llevaba muchos años allí. Algunos decían que era un “recomendado” de la anterior directora; quizás fuese el hijo del primo del sobrino de la suegra de la directora o algo así. Sea lo que fuera, nadie se consideraba lo suficientemente capaz o “valiente”, como para preguntárselo.

Herdo, el portero de la escuela


Algunos le llamaban “Lerdo” por sus toscos modales, y otros “Cerdo” por su miserable forma de vestir. Parecía confirmado que era un borracho. Algunas internas decían haberlo visto cantando y haciendo tonterías por el efecto del alcohol.
Otro “ejemplar” de la fauna de El Roble Dorado era “Fando Tesán”, el administrador, jefe de estudios y profesor de matemáticas. Era alto y algo barrigón. Pelo moreno con barba corta, se estaba quedando calvo. Tenía más de cuarenta años. Este era un hombre de modales educados, pero claro y directo. El y Herdo no se llevaban bien. Fando, con frecuencia, le hacía volver a limpiar los sitios que a su entender no estaban aún en condiciones higiénicas.

Fando Tesán, el administrador y jefe de estudios, habla con Herdo


El eficaz Fando parecía estar en todas partes, sobre todo, cuando había algún problema o disputa. Se decía que años atrás fue un caballero, que por algún motivo colgó su armadura y cogió la pluma. Lo cual no sería nada extraño a juzgar por su orgullosa presencia y disciplina, casi militar.
Dando un paseo por el patio, Mercurita encontró los columpios y estuvo un rato jugando. Detrás de éstos, una tapia separaba las clases de las alumnas pequeñas de las mayores. A la derecha, y a continuación había otra tapia más, y otras clases.


Un hado mayor y dos niños en el recreo

Había chicos. Vestían de azul marino con estrellas blancas. Pero le pareció que eran menos numerosos que las chicas. Mildred, la bibliotecaria, se lo confirmó.
—Así es. Ellos son los hados.
—¿Hados? Creí que aquí solo había mujeres.
—Los pobres tienen un aprendizaje muy duro. Solo uno de cada cinco, llega a final de curso.
—¡Ahí, va! ¿Y cómo es posible eso, Mildred? ¿Es que no tienen habilidades mágicas?
—Sí, las tienen. Eso se les suele dar bien. Pero cuando se trata de consolar a una persona o ayudarla, los hombres fallan, estrepitosamente. Esa paciencia y carisma personal que tenemos las mujeres no la tienen ellos. Por ese motivo muchos se enfadan o impacientan y estropean su aprendizaje. Es lógico. La sociedad les ha enseñado a soñar con ser héroes y guerreros, pero a la hora de cuidar a un enfermo y consolarlo, la mayoría no resiste la presión o prefieren desentenderse. Al menos, lo aprendido puede servirles para ser brujos.
—Pobres, chicos. Por cierto ¿Qué diferencia hay entre magos, hadas y brujas?
—Brujas y hadas son magas, ya que ambas nos dedicamos al uso de la magia para nuestras misiones. Las hadas la usamos para la caridad y ayuda a los demás; y las brujas, no necesariamente para fines malvados, pero sí, para sus propios intereses. Es frecuente ver a brujas trabajando al servicio de algún señor de la guerra a cambio de dinero. En cambio, las hadas, si llegáramos a hacerlo, sería sin recibir dinero a cambio, y porque la tierra que está bajo nuestra protección o gozara de nuestra estima, estuviera en peligro.
—¡Ah, muy interesante! Si alguna de nosotras quisiera ser una bruja ¿A qué escuela debe ir?
—No hay escuelas para eso. Deben ponerse de acuerdo con otras brujas para que las enseñen.
Mildred también le dijo, que el uniforme de las niñas era de color celeste, adornado con lentejuelas turquesa, además de unos leotardos, también de color celeste. El uniforme llevaba en el pecho, el símbolo del “infinito” personalizado. Puesto en vertical, parecía el nº 8 y eso no gustó, así que lo recortaron, hasta dejarlo en una especie de “S” personalizada.


Sania curioseando en las habitaciones

En la espalda llevaría unas alitas de libélula, de color turquesa. No se usaban para volar, sino como adorno e identificación de que su portadora es un hada o estudia para serlo.
Al parecer, estaba de suerte, ya que hacía un par de años, la ropa variaba de color, según el estado de ánimo de su portadora. La prenda tendía a oscurecerse, pasando desde el celeste al añil, azul marino, lila y negro. Llevar durante una semana la ropa de color negra, equivalía a la expulsión, ya que su dueña, supuestamente tenía un carácter derrotista y siniestro. Pero se desechó por considerarse inapropiado, además de amargar el ánimo de las alumnas. También es lógico que el traje se oscurezca por culpa de alguna disputa, por el enfado de algún examen mal hecho o simplemente, que su portadora haya tenido un mal día.
Alguien con talento hizo un hechizo para anular la coloración de la ropa. Al poco de crearse, lo conocía desde la primera hasta la última alumna. Entre las protestas y ese hechizo, la dirección decidió anular ese tipo de uniformidad, y escogió otra ropa de coloración más vistosa y adecuada para las niñas.
—Tengo una duda. Si veo a un pobre pidiendo limosna ¿Puedo transformar una piedra en oro para ayudarle? Dijo Mercurita.
—Me temo que no. O en todo caso, ha de ser una piedra chiquitita. Las normas dicen que debes conceder a una persona, solo lo que necesite en un futuro inmediato.
—No entiendo por qué. Si le doy mucho dinero a un mendigo, éste dejará de ser pobre.
—Algunas hadas hicieron eso que tú dices ¿Y sabes qué pasó? La mayoría se lo gastó en vino y en otros vicios. Muy pocos lo utilizaron para asegurar su futuro. Debes tener muy claro, que un hada no es el genio de Aladino, que te concede todo lo que le pides. Debemos ayudar al necesitado a encontrar su lugar en la vida, no a desperdiciarla.
Ante la pregunta acerca de cómo pudo curarse su madre de la terrible peste verde en tan poco tiempo, Mildred le respondió:
—Lo más probable es que la curaras tú, sin darte cuenta, gracias a la combinación de tus poderes de hada, tu férrea voluntad y tu fe.
Esa respuesta confirmó las sospechas de Mercurita.
La primera noche se sintió extraña. Había, aproximadamente, cincuenta y cinco internas en el dormitorio.
Cuando se apagaron las luces de los candelabros, notó una rara sensación. Estaba flotando en el aire. Asustada, se puso a gritar. El profesor de guardia fue a ver lo que ocurría. Entonces, Mercurita cayó en lo alto de la cama, como si no hubiera sucedido nada.
—¡Eh, tú, la nueva! Si no comieras tantos dulces, no tendrías pesadillas. Ya lo sabes, para la próxima vez.
Cuando se fue, la hadita escuchó unas carcajadas. Ahora lo comprendía. Le habían gastado una novatada. Eran las alumnas de tercer curso.
—Bueno, admito que me he asustado. Ha sido una buena broma pero no os acostumbréis ¿Eh?
—Vale, morenita. No te enfades.
Esas palabras le hicieron recordar algo. Cuando se fue a dar una vuelta por el patio durante el recreo para conocer a las alumnas, se fijó en un detalle. La mayoría tenían el pelo rubio o castaño claro. También había, algunas pelirrojas.
Morenas veía pocas. Entre los lamokios abundaba el pelo rubio. Ella que había nacido más al sur tenía el pelo negro y la piel algo más oscura debido a su origen loitino.
Cuando llegó el verano, el colegio quedó casi vacío. Solo había veinticinco internas. Eso no quería decir que las vacaciones fueran aburridas. Al contrario, las llevaban de paseo por los pueblos cercanos. Una de las veces solicitó ir a Takana para saber qué había sido de Ankar y sus compañeros. Hacía algunos meses que no sabía nada de ellos.
En la sastrería encontró a Ankar y a Tesalo. Les dio alegría ver a su amiguita.
—¡Hola, Sania! ¡Qué guapa estás, así vestida!
—Gracias. Oye ¿Cómo os va a vosotros en el negocio?
—Bien, vamos tirando.
A juzgar por la forma de expresarse de Ankar, la pequeña aprendiz de hada imaginó que eran novios. Ella tenía más soltura en el mostrador que el propio Tesalo. Algunos clientes preferían ser atendidos por Ankar, que por él. En cuanto a los dos amigos, Tando y Uriban, seguían trabajando honradamente. Pero el primero solía protestar cuando se retrasaban a la hora de pagarle o trabajaba algún tiempo más de lo previsto. Pese a las irregularidades laborales, ya no quería seguir siendo un bandido.
También había noticias de Teriko, que muy presionado tanto por las deserciones de su banda, como por los consejos del párroco y el burgomaestre, se entregó. Fue condenado a cadena perpetua. No sería ejecutado, al haberse rendido por su propia voluntad. El barón se comprometió a revisar su caso cuando llevara cumplidos diez años de condena. Existía la probabilidad de ser puesto en libertad tras ese tiempo si no daba muchos problemas en la cárcel.
Mercurita también escribió a la familia Harden, pero no le respondieron. Tres semanas después, recibió un mensaje de Florenia.
Esta había visto la carta por pura casualidad, tirada en un rincón. Estaba de vacaciones de verano. Le dijo que se alegraba mucho de que también estudiara la carrera de hada. Ella había aprobado por los pelos pero seguiría estudiando, pasara lo que pasara. Le dijo que le siguiera escribiendo, pero cuando terminara el verano, no lo hiciera a su casa, sino a la escuela.
Su uniforme era de color rosa y blanco. Tenía ganas de verla y quería saber si podía viajar hasta allí. Mercurita le preguntó a la directora. Esta, respondió que sí.
Entonces informó de ello a su amiga, que accedió a ir a Keilan, volando. Fue un encuentro muy emotivo. Florenia ya no era la tímida niña de antes.
—Así que ahora eres Mercurita. Yo me hago llamar “Oceania”, porque me gusta el mar. Debido a la distancia, solo puedo verlo desde el aire.
—¿Es dura la vida, allí?
—Al principio, sí, pero te acostumbras.
Florenia le advirtió que la escuela de El Roble Dorado tenía muy mala fama. La llamaban “La escuela de brujas” debido a la costumbre de obligar a las hadas mayores a hacer guardias y servir a Lamokia en las guerras. También le avisó de que debía espabilar y aprender por su cuenta otros hechizos, ya que lo más seguro, es que aprendería muchos relacionados con la guerra, en vez de otras necesidades.
—Si quieres, te envío una carta con los títulos de los libros más adecuados para aprender, pero algunos tendrás que ir tú misma a buscarlos. Si puedo, te los mandaré.
—Gracias, mándamelos. Por cierto ¿Es difícil volar?
—No, tanto. Todo se consigue a base de práctica.
Al día siguiente preguntó a Mildred lo que le había dicho Florenia, pero sin mencionar su nombre.
—Se aprende de todo un poco. Por supuesto, también estudiaréis hechizos de ataque y defensa. Ten en cuenta, que Lamokia está rodeada de regiones conflictivas y nunca se sabe lo que va a pasar. Son exigencias de la reina, Denka.
—¡Qué cosas! Por lo que veo, el dinero de las becas para estudiantes prodigiosos debería ir destinado a contratar brujos y mercenarios ¿No?
—Tal vez…tal vez. Exclamó la vieja bibliotecaria.
—Oye ¿Te suena el nombre de Fausto? Fue el mago que me recomendó.
—Sí, estuvo aquí, dando clases durante varios años. Luego se asoció con un vendedor de cosas mágicas, y ya no volví a saber nada más de él.
Tras hablar con Mildred, fue a consultar con la directora.
—Ya me imaginaba que el encuentro con tu amiga, el hada de la otra escuela, no iba a hacerte ningún bien.
—Yo solo quiero saber, si no puedes protestarle a la reina para que no nos mande a estudiar hechizos impropios de un hada. Se supone que debemos hacer el bien a los demás. Las guerras son asuntos de brujas mercenarias.
Casia le dijo, seriamente.
—¡A mí, me hablas de usted! Y esa forma de expresarte ¿A qué viene? Contrólate o serás expulsada, antes de empezar el curso.
Era evidente que la directora estaba sorprendida de que una alumna de tan corta edad se preocupara por tales problemas.
—Te pido mil disculpas, si te he hablado incorrectamente. Se me ha pasado lo de hablarte de usted, porque eso en mi tierra, casi no se usa. Es la costumbre. Lo que me gustaría saber, es qué tiene de malo que una alumna quiera informarse acerca de lo que va a estudiar.
La irritada directora tuvo que aguantar su rabia ante los aparentes malos modales de la alumna,
—¡Niña, entérate! Lo que vais a aprender, es lo que la reina y los altos cargos de Lamokia nos piden que os enseñemos. Varias veces les he mandado mis quejas, pero por lo que veo, no han servido de mucho.
—¿Y no puedes amenazar con dimitir? Una directora como tú, con tu experiencia, podría presionar…
Mercurita se quedó con la palabra en la boca. Casia estaba de mal humor y con un gesto de su mano dio la conversación por concluida. La sugerencia no le resultó agradable.
Al poco tiempo, llegó Fando.
—Oye ¿Qué le has dicho a Casia? Dice que está enfadada, por tu culpa. Ella es una persona muy paciente.
Cuando le contó la conversación que habían sostenido, Fando esbozó una sonrisa.
—Es normal. Has mencionado la soga en casa del ahorcado. Casia está harta de que no le hagan caso. Ella quiere lo mejor para vosotras y no es partidaria de que seáis reclutadas para la guerra. Sois demasiado jóvenes para eso. Cuando envió a varias hadas a luchar contra los “Dragones Rojos”, algunas no volvieron. Eso la ha afectado mucho, así que te aconsejo que no le hables más del asunto. Te garantizo que hace lo que puede.
A Mercurita le quedó claro que en cada escuela de hadas se enseñaría con mayor preferencia lo relacionado con los problemas de cada región. Lo mejor era estudiar por su cuenta la temática que no iba a dar, tal y como le aconsejó Florenia. Ella lo que quería, era ayudar a los campesinos de Neuria. Lamokia era una tierra muy arraigada al comercio, por lo que intuía que poca materia de agricultura les enseñarían. Pero en cambio era de lo más necesaria en el sur. Parece que a Denka, la reina de Lamokia, no le interesaban mucho los problemas de los agricultores de su reino.
De vez en cuando, su madre le escribía cartas. En ellas le contaba cosas de su vida. Ya había encontrado otro trabajo de sirvienta en otra casa. También le mandaba algo de dinero. Le decía que su abuela preguntaba mucho por ella, y que la echaba de menos. Le pidió que fuera a verlas cuando le dieran las vacaciones.
Al leer eso, la hadita se irritó. Demasiado bien sabía ella del desprecio que le guardaba Amara. Línan le había escrito una mentira piadosa ¿O tal vez la ausencia había cambiado el severo carácter de su abuela? De todas formas, decidió que lo mejor, sería ir.
Cuando le dieron las vacaciones de Navidad, fue a visitarlas. Línan se alegró de verla con su colorido traje de hada y la hermosa melena negra que se había dejado crecer. Su abuela, en cambio, seguía siendo la misma de siempre. Pasados tres días, le dio dinero y le dijo:
—Toma, para tus gastos del viaje.
Con esas palabras le daba a entender que quería que se fuera. Pero Mercurita no se dio por aludida.
Al día siguiente, muy temprano, la irascible abuela despertó a su nieta.
—¡Levanta! Ya llevas aquí, demasiado tiempo. Regresa a la escuela de una vez. Dijo con malos modales.
—Pero si me quedan aún, seis días de vacaciones.
—¡En mi casa no te quiero, ni un minuto más!
Línan lo presenció todo, callada, sin impedir la decisión de su madre. Tras un incómodo silencio, dijo por fin:
—Antes de irte, dame un abrazo, Sania.
Pero fue muy breve.
—¡Vale, ya! A ver si te vas a llevar abrazándola, todo el día.
Eso hizo perder la poca paciencia que le quedaba a la pequeña hada, y en un exceso de rabia, cogió la varita e hizo aparecer un saco con monedas. Lo abrió y arrojó con furia el contenido a su abuela, mientras decía:
—¡Toma, para tus gastos! Las hadas no necesitamos dinero.
Amara lanzó un grito de terror, mientras se tapaba el rostro y esquivaba las monedas.
—Sania, eso no se hace. Te has portado muy mal. Dijo la apurada Línan.
—¡No te preocupes. No sucederá más, porque no me volverás a ver, por aquí! Con tu pasividad eres aún más culpable que ella, y eso es inadmisible en una madre ¡No os quiero ver, a ninguna de las dos!
Dicho esto, emprendió el vuelo sin mirar atrás, dejando a su madre, cubierta de lágrimas, y a una abuela, histérica, que tenía miedo de que el dinero estuviera maldito o su nieta le hubiera echado una maldición.
Al oírla gritar, Mercurita se convenció de que su abuela estaba loca.

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