viernes, 6 de diciembre de 2013

Capítulos 1, 2, 3



Nota: Este es el primer libro de la serie “El hada Mercurita”, que comencé a escribir, en febrero del año 2.009.
Isbn: 978-84-613-4142-9




Capítulo 1: La hija no buscada


Sania en brazos de su madre


Es verano del año 2.160 pero no del planeta Tierra, sino de “Tierra Yrena” o, simplemente, “Yrena”, llamada así por una antigua divinidad que era la madre de los seres vivos. Muchas cosas y creencias cambiaron con el paso del tiempo pero Yrena siempre gustó como nombre a ese planeta, incluso cuando en muchas regiones dejaron de creer en ella.
No os llevéis a confusión. Aunque dicho año suene a época futurista, el estilo de vida no era muy distinto al de la Edad Media europea de mediados del siglo XV; época en la que el agrio olor a pólvora empieza a hacer su tímida aparición en algún que otro campo de batalla, aunque solo sea como algo extraordinario, pero cada vez con mayor aceptación en los ejércitos.
La región en la que comienza ésta historia se llama “Neuria” y fue en su mayor parte, salvajemente saqueada por los “loitinos”. Estos eran uno de los numerosos pueblos que invadieron la región pero su nombre es usado con frecuencia, como denominación de todos los pueblos bárbaros del suroeste, que participaron en la devastación de Neuria.
El día dos de agosto del mencionado 2.160 nació una niña, cuyo padre era miembro de una de esas hordas salvajes. Una de las víctimas de ese saqueo fue su madre, que aceptó el nacimiento de su hija con resignación. La mujer que se llamaba “Línan” comprendió que no era culpable del delito de su fugaz padre y la quiso, como si hubiera nacido fruto de un matrimonio feliz. La llamó “Sania” como le pidió su informal progenitor antes de irse. Ella le puso su propio apellido “Taimoin”. Este suceso tuvo lugar en el pequeño pueblo de “Aikori”.
Once meses estuvieron las hordas loitinas campando a sus anchas por la devastada región, asolándolo todo a su alrededor.
Las débiles tropas del anciano barón Amaxo no podían estar en todas partes a la vez. Cuando los loitinos decidieron que ya tenían suficiente botín, se retiraron. Poco tiempo después, vinieron unas bandas de ladrones y clanes chantajistas que se aprovecharon de la desgracia para imponer sus leyes.
Línan, al igual que todos los habitantes del pueblo, se vio obligada a pactar con ellos. Al ser muy pobre y apenas tener recursos para vivir, tuvo que ceder casi la mitad de sus tierras al bandido “Teriko de Hadria”. Por ese motivo, era frecuente que la pequeña Sania en sus alocadas carreras, movida por esa eterna curiosidad infantil, acabara haciendo amistad con los forajidos. Estos le tenían mucho cariño. Con frecuencia, le daban de comer y le enseñaban juegos, sobre todo de cartas. Ankar, la novia de Teriko, le enseñó a leer y a escribir.
Pero Línan no ganaba bastante con el fruto de la cosecha, que con frecuencia era confiscada por la banda. El trabajo era duro y los delincuentes, rara vez, movían una sola mano para ayudarla, excepto la servicial Ankar.
Poco a poco, las tropas del barón fueron poniendo orden. Eso obligó a los bandidos a retirarse de las propiedades de Línan, que ya pudo ir a otros pueblos cercanos en busca de mejores oportunidades de ganarse la vida. El desconfiado bandido, además de apoderarse de sus tierras, apenas la dejaba salir. La pequeña Sania tenía cinco años por aquel tiempo.
Y esa oportunidad, llegó. No era gran cosa, pero al menos, pudo encontrar un trabajo de asistenta en la casa de unos miembros de la baja nobleza. Como la distancia entre ambas viviendas era grande, se trajo a su hija con ella. Sania no quería salir de su hogar, pero su madre le dijo que no había más remedio que irse. La consoló, diciéndole que conocería a niñas de su misma edad, de las que se haría amiga.
Una fría mañana de otoño partieron para la casa de la familia Harden, situada en el pueblo de Grismot, a treinta y siete kilómetros de Aikori. Un mercader las llevó en uno de los carros.
Las calles del pueblo eran estrechas y apestosas. Las viviendas no solían tener más de dos plantas. La mayoría de estas viejas casas necesitaban con urgencia ser revisadas por algún albañil o pintor, e incluso ser derribadas.
El dueño de la casa a la que iban, se llamaba Medro Harden. Tenía 49 años. Estaba casado con Gefia de 39, de la que tenía dos hijas; una con seis años, llamada Melitta y otra con doce, cuyo nombre era Florenia.
Medro vivía del dinero que le producía el alquiler de una casa de campo, y otras tres casas en el centro urbano. Solía estar fuera de la suya por las mañanas. No era ningún secreto que hacía lo imposible por salir a la más mínima excusa. Su esposa estaba siempre de mal humor. Justificaba su ausencia, unas veces con motivo de visitar a su padre, y otras para ayudar a su hermano en el campo. Medro era un hombre alto; delgado y rubio, con bigote alargado, casi calvo. Su esposa era morena, bajita y de carácter inquieto. A ambos les estaban saliendo abundantes canas en el pelo.
La casa era demasiado grande para las cuatro personas que la habitaban. El marido vivía allí desde su infancia con sus seis hermanos, que junto con sus padres residieron en ella. Era una vivienda amueblada con muebles rústicos, y algunos que otros adornos caballerescos, tales como espadas y blasones, que entreveían el origen noble de la familia. También tenía un patio interior en el que correteaba con frecuencia la pequeña Melitta. Esta, nada más ver a Sania entrar por la puerta, se quedó mirándola. Sin darle tiempo a presentarse, la cogió de la mano y le dijo:
—¡Ven, vamos a jugar!
Ambas niñas se pusieron a correr a toda pastilla por el pequeño patio. Florenia jugaba poco con ellas, la mayoría de las veces, cuando su irascible madre cogía una de sus habituales rabietas. Melitta tenía el pelo castaño, al contrario que su hermana, que era rubia. Sania era morena con el pelo corto, al igual que su madre. Sus ojos marrones tenían cierto aire oriental, heredado de su padre. En el sur era frecuente que la población tuviera el pelo moreno, y la piel algo oscura, debido a la influencia loitina. En el norte abundaban los rubios y pelirrojos de piel clara. Estos últimos procedían, sobre todo, del noroeste.
Los trabajos de la casa no eran más duras de las que cualquier otra de la época. A Línan le tocaba planchar, tender la ropa, ir a por agua al pozo, ordenar las habitaciones, etc.
Curiosamente, hacer la comida no entraba en sus tareas. De eso se encargaba Gefia, tal vez para controlar los gastos o porque debido a su manía persecutoria, temía ser envenenada.
Lo más deleznable era que habiendo habitaciones y camas de sobra, Línan y Sania tenían que dormir encima de un viejo colchón, tapadas con mantas en un oscuro y húmedo cuarto vacío.
Medro se conmovió y protestó a su mujer. Lo mismo hizo Melitta, que aseguraba que en su dormitorio había sitio para Sania. Pero la alocada dueña de la casa hizo valer su decisión, gritando con brusquedad. Melitta se puso a llorar pero el marido no protestó demasiado; lo cual era lógico, ya que dormía en la misma cama que su esposa, y para no llevarse mal con ella, cedió, cobardemente. La mayor preocupación de Gefia era su hija Florenia, a la que en apariencia, todo le daba igual. Esta había tenido la oportunidad de estudiar en un colegio para personas acaudaladas, pero su falta de voluntad hizo que dejara los estudios con apenas diez años.
—¡Ay, hija mía! ¿Qué hacemos contigo? Búscate un marido con dinero para que solucione tu futuro. Le solía decir su madre con frecuencia.
Cuando la veía sentada, mirando las musarañas, solía decirle en tono de enfado:
—Ya que no haces nada, haz algo útil y enseña a tu hermana a leer, para que el año que viene tenga eso de adelanto. La apática Florenia pocas veces obedecía, provocando la irritación de Gefia.
A la hora de pagar por sus servicios a Línan, unas veces lo hacía el marido y otras, la esposa. Al soltar el dinero, Gefia la miraba con cara de asco, como si le diera una limosna.
La asistenta no se tomaba a mal la actitud de Gefia. Era de carácter discreto y paciente, salvo cuando alguien hablaba mal, acerca del origen de su hija Sania.
Había un doloroso asunto que la ponía triste. Su madre Amara no quería saber nada de su nieta. La consideraba el fruto de una violación, por parte de un salvaje bárbaro. Línan tampoco se llevaba bien con su orgullosa y déspota madre. De hecho, años atrás se escapó de la casa con su hermano porque no podían soportarla. Pero tras la muerte de éste, en combate contra la poderosa secta de “Los Dragones Rojos”, la relación entre madre e hija fue algo más suave, e iban a verse, de vez en cuando. Pero Amara le daba la espalda a Sania, y no le dirigía la palabra. Tampoco permitía que la llamara “abuela”. Si de ella hubiera dependido, habría obligado a su hija a abortar. Amara vivía en Grismot, no muy lejos de donde trabajaba Línan.

Capítulo 2: Un día de mercado




El mercado

El jueves era el día que Gefia solía ir a comprar al mercado. En tales ocasiones se hacía acompañar de todas las manos posibles para ayudarla a cargar con las compras. Ese día no se salvo siquiera su madrugador esposo. Al parecer, la noche anterior habían discutido, y debió de amenazarlo con privarle de alguna cosa de interés, para que acudiera, resignadamente, y sin protestar. Tampoco las dos pequeñas se libraron de ir, aunque a ellas les encantaba salir a la calle, y no les daban cosas de mucho peso para cargar.
Era increíble el bullicio en la plaza mayor del pueblo. Por todas partes se escuchaba el vocerío de los vendedores que llamaban a la gente y gritaban en voz alta sus ofertas.
—Línan, acompáñame. Tú, Florenia, ven también. Medro, quédate con las niñas, y cuando os llamemos, venid a ayudarnos.
Este se sentó en uno de los bancos, mientras contemplaba el corretear de las chiquillas a su alrededor. Una voz educada, le interrumpió sus pensamientos.
—Disculpe, señor ¿No le echa un vistazo a mis mercancías?
Medro se levantó de golpe y miró hacia atrás. Un hombre, de unos cincuenta años, tenía expuestos unos artículos desconocidos para él. En una mesa había trastos de vivos colores.
—Oiga…¿Qué es todo esto, que hay aquí?
—Ahora se lo explico, señor. Este tarro de aquí es agua milagrosa del manantial de Farmos, en el norte. Esto, velas aromáticas para traer la felicidad a su casa. Esto otro, varitas mágicas para viajeros.
El asombrado Medro preguntó.
—¿Qué es eso de varitas mágicas para viajeros? Es la primera vez que oigo hablar de ellas. Si son unas vulgares ramas.
—Verá, señor; son unas varitas que han sido cargadas de energía por un mago, para que las utilicen las personas que no entienden el uso de la magia. Se usan sobre todo, para defenderse de los bandidos, lanzándoles una descarga eléctrica o para hacer brotar agua cuando nos encontremos sedientos. Se pueden utilizar entre cinco y diez veces, eso depende de los hechizos y las habilidades mágicas de cada uno ¿No le interesan? En el precio va incluido un papiro para aprender a manejarla con los nombres de los hechizos más adecuados para su uso.
Medro miró a su lado. Las niñas habían dejado de jugar, y miraban sonrientes los extraños objetos del vendedor.
—No, gracias. No necesito varitas en éste momento. Además, lo más seguro es que acaben en manos de éstas dos diablillas, y sabe Dios lo que podría suceder.
El vendedor se echó a reír.
—Cierto, caballero, cierto. Y es una pena. Las niñas tienen más habilidades mágicas que las personas adultas. Una varita de viajero en manos infantiles puede ser usada entre veinte y treinta veces, más o menos.
Una severa voz de mujer se escuchó detrás de Medro.
—Te dije que estuvieras atento. Estoy harta de llamarte.
—Perdona…es que estaba hablando con éste señor y no me pareció educado interrumpirle. Dijo Medro a su esposa.
—Buenos días, señoras. Pasen y vean las cosas que tengo.
Gefia parecía muy interesada. Se llevó un buen rato hablando con el vendedor. Este se llamaba, “Gradán Mefil”.
Mientras Medro, sus hijas y Sania regresaban a la casa, cargados con las bolsas de tela y sacos, Gefia y Línan se quedaron hablando con Gradán. Tardaron más de dos horas en regresar. Al llegar, traían velas perfumadas de colores, vasos decorados con imágenes mágicas y varitas de incienso, entre muchas cosas más, relacionadas con las artes mágicas.
—¡Vaya! Veo que el tal Gradán ha hecho el negocio de su vida. Dijo Medro, algo enojado. En cambio, su esposa estaba radiante.
—¡Calla, calla, calla! Ese vendedor me ha dado la solución para nuestra hija. Me dijo que en las capitales es muy común entre las mujeres, estudiar la magia ¿Te imaginas a nuestra Florenia con una varita mágica como las hadas? Dijo Gefia, sonriente.
El marido se echó las manos a la cabeza.
—¡Madre, mía! Yo, siguiéndole la corriente al tipo ese, y aguantando sus tonterías para no comprarle nada, y tú, no solo le compras medio puesto, sino que además me vienes con extrañas historias de hadas y brujas.
—Anda, calla, que no entiendes. Bueno, pues también me ha dado la dirección de un mago al que podremos escribirle para evaluar si nuestra hija tiene dotes suficientes para ser un hada, y recomendarla en caso de ser así.
—¡Uf! Vaya tontería. Ese tipo, seguramente, será un farsante que nos sacará el dinero a base de bien, si se nos ocurriera contar con sus servicios.
—Debemos darnos prisa en llamarlo. Dentro de un par de meses partirá hacia el norte.
—¿Y si Florenia no tuviera dotes mágicas?
—No tengas tan poca fe, querido. Además, por ingresar en una escuela de magia, le darán un certificado de asistencia. Y según Gradán, a los hombres de las grandes ciudades, les impresionan las mujeres que son hadas o han estudiado la magia.
—¡Ja, ja, ja, ja! Menudas cosas raras se te ocurren para encontrarle un novio a nuestra hija.
—Será mejor que no digas más tonterías, y le escribas una carta para que venga a vernos, cuanto antes. Dijo su esposa con seriedad.
El resignado marido no tuvo más remedio que escribirla. A su término, Gefia le preguntó por curiosidad a su hija Florenia, qué le parecía la idea.
—Mala. Creo que será una pérdida de tiempo, y unos estudios muy complicados para mí.
La enfurecida madre miró con rabia a su hija, y a continuación cogió la carta con ira. Estuvo a punto de romperla.
—¡Harás lo que yo te ordene! Ni se te ocurra decirle al mago, que no quieres ser un hada. Al menos, intenta estudiar durante un año. Cuando tengas el título, decides si quieres seguir estudiando o no.
—Debemos cuidar nuestras costumbres. Los magos piensan que las hijas de las familias acomodadas son unas ineptas. Dijo Medro.
—Tienes razón, querido. Yo me encargo de eso. Respondió su esposa.
Ya fuera porque cogieron más confianza, o porque querían que su visitante tuviera una buena impresión de ellos, lo cierto es que Gefia, por fin accedió a que Sania y su madre se alojaran en una de las habitaciones vacías de la casa. En cuanto al mago, cuyo nombre era “Fausto Sanwatt”, escribió respondiendo a la carta de Medro, diciéndole que si le pagaba el viaje y sus honorarios, accedería a visitarlos.
Gefia estuvo de acuerdo. Al leer la respuesta, Fausto se puso en marcha. Al parecer, tardaría cinco días.
Capítulo 3: La visita del mago


Sania y el mago Fausto

No fueron cinco días, sino seis, los que el mago Fausto tardó en llegar. Con él, iba su ayudante “Rexiles”. Ambos vestían amplias túnicas con filos adornados en color oro. La de Fausto era azul, y la de su ayudante del mismo color, pero de un tono más claro. Fausto tenía un aspecto afable. Llevaba barba de un mes, casi blanca. Aparentaba tener poco más de cincuenta años.
—Hola, buenas tardes. Esta es la casa de la familia Harden ¿Verdad? Soy Fausto, el mago.
—Buenas tardes. Pasen y sean bienvenidos a nuestro humilde hogar. Exclamó Gefia, mostrando simpatía al abrir.
Una vez dentro, Sania saludó a los dos hombres. Al verla, dijo el mago:
—¡Hola, morenita! ¿Eres tú, la futura hada de la que me hablaron en la carta?
—No. Es esa rubita de ahí detrás ¡Pero a mí, también me gustaría ser un hada! ¿Eh? Por cierto, me llamo Sania. Ella es Florenia. Dijo, señalándola.
Al verla, el mago exclamó con cierto aire de decepción:
—¡Ah, muy bien, Sania! ¡Gracias por informarme!
De inmediato, todos fueron a recibir a Fausto y a su ayudante. Este preguntó a los padres, si podían hablar en privado. Gefia los condujo al patio. De allí, salió a toda velocidad, su hija Melitta, que dijo “hola” a los recién llegados. Pese a tener la misma edad que Sania, no tenía tanta soltura como ella.
—No quiero ser demasiado pesimista, pero adelanto que Florenia no me ha causado buena impresión. La veo demasiado tranquila. Para ser un hada, hay que estar más enérgica.
—Por favor, no adelantemos acontecimientos. Hágale las pruebas, y cuando termine, me dice lo que opina.
—Tal vez sea una impresión mía, pero si usted supiera la cantidad de chicas que quieren ser hadas, pero no logran llegar a final de curso...Se diría que se apuntaron, solamente, para tener la estrella azul que les regalan al acabar el primer grado. Esa estrella es una preciosidad, de un intenso azul añil, que muchas llevan colgando del cuello para lucirlo por la calle. La gente se queda sorprendida y piensa: “Por ahí, va un hada”. Y el 75 por ciento, ni siquiera tiene la categoría de “Aprendiz de primer grado”. Pero a ellas, les da lo mismo.
Los padres guardaron un respetuoso silencio. Parecía que Fausto había adivinado las intenciones de éstos, y les daba a entender, que no contarían con su aprobación para recomendar a una aspirante que no tuviera realmente vocación de hada.
Durante unos diez minutos, la madre defendió a su hija. Ella siempre tuvo ilusión por ser un hada ¿Cómo podía dudarlo? Pero Fausto era muy reacio a creerla. La experiencia le había enseñado a juzgar a las personas de un simple vistazo. A modo de consolación, exclamó:
—¿No sería mejor examinar a la pequeña? Es aún una niña, y con un aprendizaje correcto podría ser una buena hada.
Pero Gefia insistió, una y otra vez, que debía ser su hija mayor. La pequeña ni siquiera sabía leer, ni iba al colegio. Tal vez, más adelante.
—De acuerdo, no se hable más. Examinemos a Florenia.
Esta tuvo que soportar unas curiosas pruebas.
—Ve a tu habitación, y ponte el vestido más elegante que poseas. Tienes quince minutos.
La hija mayor cumplió con el tiempo acordado. Fausto le pidió que caminara hacia adelante, girara de lado, etc. Todo ello, a la vista de los moradores de la casa. De pronto, le dijo algo en el oído a Melitta, aprovechando un momento que su alumna les estaba dando la espalda.
El mago le pidió que caminara de puntillas con los brazos en alto. Melitta se echó a reír.
—¿Te hace gracia, mocosa? Dijo la aspirante a hada, con malos modales y mirada asesina.
—Rexiles, apunta en el cuaderno: “No tiene paciencia suficiente como para aguantar una broma o comentario”. Te digo una cosa, Florenia. Tu hermana se ha reído, porque yo se lo pedí.
Esta bajó la cabeza, avergonzada, por no haber superado la prueba a la que la sometió el mago.
—Mamá ¿Estas cosas que hace Florenia son para hadas o para modelos de sastrería? Dijo Sania a su madre, en voz baja.
El mago, que se había enterado de la conversación, le respondió con una alegre sonrisa:
—Es para comprobar su disciplina exterior. Ahora viene, lo más difícil; la disciplina interior.
Fausto pidió a su alumna, que se sentara en el suelo, encima de sus piernas, y se relajara.
—Ahora, todos debéis guardar silencio. Si alguien considera que no puede estar con la boca cerrada o sin hacer ruido, le ruego que salga de esta habitación.
Florenia estuvo en esa postura durante más de quince minutos. Pasados los cuales, exclamó:
—¿Debo permanecer mucho más tiempo así?
—No. Ni un minuto más. Al abrir la boca, ha finalizado la prueba. He aquí, una cosa buena. No esperaba que estuvieras callada, más de cinco minutos. Eso me ha gustado.
Fausto puso un vaso de bronce, lleno de agua, encima de una mesa. A continuación, cogió su bastón mágico. Eso provocó un comentario de la curiosa Sania.
—Pensé que los magos y las hadas usaban varitas.
—¡Je, je, je! Eso es una creencia popular, mi querida niña. Cada mago usa lo que le da la gana. Aunque eso, sí, a las alumnas y alumnos, les suelen dar una pequeña varita para que tengan más soltura en sus primeras prácticas.
—Pues parece la pata de una mesa grande.
—¿Verdad, que sí? Las hay de muchas formas y tamaños. Muchos magos las pintan de sus colores favoritos. Eso no les está permitido a las hadas novatas. Cuando un mago derrota a otro, es frecuente que se quede con su varita, palo o bastón. Les suelen pedir mucho dinero a sus rivales derrotados, si quieren recuperarlos.
A continuación, dijo a Florenia:
—Observa lo que voy a hacer, porque luego tendrás que hacerlo, tú, sola.
Fausto apuntó su bastón mágico hacia el vaso lleno de agua, y lo levantó de la mesa, dejándolo caer a continuación, sin derramar una sola gota.
—¿Ves? Ahora, hazlo tú. No te preocupes si tiras el agua. Ninguna alumna ha conseguido levantar el vaso la primera vez, sin mojar el suelo.
Pero la prueba fue un rotundo fracaso. Después de varios intentos fallidos, Fausto decidió dejarla por imposible.
—Lo siento mucho. Esta prueba era la más importante de todas, y su hija ha fallado.
—¿No puede darle otra oportunidad, por favor? Exclamó la apenada Gefia.
—Lo siento, es inútil. El vaso ni siquiera pestañeó. En apariencia, su hija Florenia no tiene habilidades mágicas.
Entonces, intervino la pequeña Sania, que exclamó con su inocente vocecita:
—Pero si ella no ha intentado nunca una cosa así ¿Por qué habría de salirle bien? Anda, déjala que practique un ratito, antes de examinarla de nuevo.
—Lo siento, pequeña. Pero no puede ser.
—Que sí, que sí puede ser. De ti, depende. No seas malo.
Algo enfadado por los modales de la niña, exclamó:
—A ver, Sania ¿Es qué pretendes enseñarme, lo que debo hacer, y lo que no?
—Pues….sí. Claro, que sí. Exclamó, ingenuamente.
Esa respuesta dejó mudo de asombro a Fausto. Línan se dirigió a su hija para regañarla, pero Gefia la sujetó por la mano, al tiempo que le decía en voz baja:
—No, por favor, déjala. Tal vez ella consiga convencer al mago de que le dé otra oportunidad a Florenia.
Fausto, tras acariciar el pelo a Sania, dijo a Gefia:
—Con su permiso, señora, me gustaría ir a alguna habitación en la que mi ayudante y yo, podamos estar a solas y consultar.
—Por supuesto. Por favor, síganme.
Sania, al ver a la callada Florenia, sentada e inmóvil como una estatua, exclamó:
—¿Qué haces, así? Deberías estar practicando para convencer a Fausto de que tienes facultades mágicas ¿A qué esperas?
Esta, rompió a llorar.
—Es inútil, Sania. He fallado. No me saldrá, jamás ¡No sirvo para nada!
—¿Qué forma de hablar es esa? Venga, te voy a ayudar. Igual, con un poco de suerte, sale bien.
En ese momento entró Melitta. Al ver a las dos niñas levantar el pesado bastón, dijo:
—¿Estáis jugando a ser hadas? ¡Yo también quiero jugar!
Rexiles también intentaba convencer a su maestro de que le diera una segunda oportunidad a la hija mayor de Gefia. Fausto estuvo pensativo durante al menos veinte minutos, antes de responderle.
—Sabes que no puede ser. Lo intentó varias veces sin ningún resultado positivo. Si al menos hubiera alguna esperanza…
—Te entiendo, maestro.
—Anda, hazme un favor; trae un poco de agua, que tengo la boca seca. Ve a por el vaso que dejé encima de la mesa del salón y llénalo de agua limpia. A ver si se me aclaran las ideas, y se me ocurre alguna cosa.
Al cruzar por el patio de la casa, Rexiles vio desde la ventana interior, a las tres niñas levantar el bastón del mago.
—Maestro, asómate. No te lo pierdas.
—¡Vaya, vaya! Así que esas tres granujillas están jugando con mi bastón.
Viendo que el vaso no se movía, Sania dijo a sus amigas:
—A ver, si lo estamos haciendo mal. A lo mejor, es que la cosa no consiste en apuntar al objeto, sino en concentrarnos y pedirle mentalmente que se mueva.
—Puede ser. Exclamó Florenia.
—Vamos a decirle al vaso, que se levante. Dijo su hermana.
Las niñas, al unísono, exclamaron:
—¡Vaso, levanta! ¡Vaso, levanta! ¡Vaso, levanta!
—¡Qué gracia tienen esas tres diablillas! Dime, Rexiles ¿Crees que conseguirán moverlo?
Entonces, para asombro de los mirones, el recipiente se elevó unos diez centímetros en el aire. Estuvo inmóvil durante cuatro segundos, y descendió con brusquedad, tirando un poco de agua. Las tres niñas gritaron con alegría:
—¡Biennn!
—Ahora, yo sola. Exclamó Melitta.
Los padres y Línan, al ver a Fausto y su ayudante curiosear por la ventana, les preguntaron qué estaba sucediendo.
—No hagan ruido, por favor. Esto se pone interesante. Dijo el maestro.
Melitta no consiguió que el vaso se moviera, ni un solo centímetro.
—¿Ahora no sale? Si antes, se movió.
—A ver si es que el bastón pesa mucho para ti, déjamelo.
—No, Sania. El bastón es mío. Vosotras, buscad otra cosa.
Viendo que no estaba dispuesta a soltarlo, Sania cogió un lápiz. El vaso se levantó de inmediato y sin dificultad, en la dirección que señalaba éste. No se derramó ni una gota de agua.

Sania consigue levantar el vaso

—A ver, ahora déjame a mí el lápiz. Exclamó Melitta, soltando el bastón.
El asombrado Fausto, dijo en voz baja:
—Es ella. La pequeña Sania es un hada.
—No…no puede ser. Exclamó Línan con asombro.
—Claro que no. Dijo Gefia, con claros síntomas de envidia.
Florenia se animó y cogió otro lápiz.
—Voy a intentarlo yo, pero con otra cosa.
En ésta ocasión, intentó levantar un pequeño libro que había en una estantería cercana. Este se movió unos centímetros.
—Parece que Florenia va mejorando. Tal vez, valga la pena que le demos una segunda oportunidad. Exclamó Fausto.
Melitta consiguió levantar el vaso, durante unos segundos. Luego soltó el lápiz y exclamó, alegremente:
—¡Lo conseguí!
Tras realizar su prodigio, se fue al patio a seguir jugando.
Viendo las dificultades para levantar el libro, Sania decidió ayudar a su amiga.
—Tuerce a la izquierda, Florenia. A la izquierda, no a la derecha. Eso es.
El libro se elevó un par de metros del suelo, y aterrizó con cierta brusquedad, encima de la mesa.
—Gracias, Sania. Ahora, llévate el libro para que no se moje, y déjame con el vaso de agua, que le tengo ganas.
—Espera, que te voy a ayudar.
En ese momento, Fausto alzó la voz.
—¡No, Sania. Déjala a ella, sola! Florenia, es tu oportunidad. Levanta ese vaso, pero hazlo como si no te estuviéramos observando.
Este se elevó, casi en línea recta, sorprendiendo a Fausto.
Entonces, se fijó que la niña estaba ayudando con disimulo a su amiga, apuntando con el lápiz al recipiente.—¡Sania, no la ayudes, por favor! Dijo el mago, irritado.
—Vamos, Florenia ¡Tú puedes! Dijo su madre.
La pequeña miró a los ojos a su amiga y le dijo:
—Venga, hazlo. Yo también confío en ti.
Ahora, sí. El vaso se elevó, magistralmente, aunque su caída fue brusca. Pero no importaba. Fausto se dio por satisfecho.
—¡Sorprendente! Es increíble lo que puede hacer el apoyo de unos amigos y parientes cercanos. Puedes contar conmigo, para conseguir el ingreso en la escuela de hadas de Tarat.
—¡Tarat!…Eso está muy lejos. Dijo Florenia.
—A unos doscientos kilómetros de aquí, más o menos. Pero hay que sacrificarse un poco ¿No te parece?
—No te preocupes por eso, hija mía. Te acostumbrarás a estar lejos. Supongo que durante el verano le darán vacaciones ¿No es así?
—Desde luego. En Navidad, también. Ahora, si no les importa, quisiera volver con mi ayudante. Hay que escribir una carta muy larga, para recomendar a su hija.
La asombrada Línan preguntó a Sania, cómo había logrado mover los objetos. Esta, asustada, y temiendo ser el blanco de la envidia de los dueños de la casa, dijo que no había hecho ningún prodigio, y que todo lo que vieron fue obra de Florenia.
—¡Exactamente! Siempre dije que mi hija tenía facultades mágicas desde que nació. Pero hoy, por fin se me hace caso. Dijo la orgullosa Gefia.
—Sania, antes dijiste que te gustaría ser un hada ¿Verdad? Dijo el sonriente Fausto.
—Pues…me gustaría, ya lo creo. Pero por lo que estoy viendo, tendría que pasar por unas pruebas como las que pasó Florenia, y no me siento capaz de superarlas. Además, tendría que separarme de mi madre para poder ir a estudiar.
—Así es, hija mía. Te permito que juegues a hadas y brujas, pero no permitiré que te tengas que alejar de mí, para poder serlo. Dijo Línan, abrazándola con ternura.
Florenia, sentada en el sofá de madera, escuchaba en silencio lo que hablaban de ella. Miraba con asombro a la inquieta Sania, y se preguntaba por qué no defendía abiertamente sus poderes y facultades mágicas ¡Demasiado bien sabía, que de no haber sido por su gran apoyo, no lo habría conseguido! Sentía lástima por ella. Ahora la apreciaba mucho más que antes. Dentro de un par de meses, partiría a estudiar a la escuela de hadas. Ella seguiría allí, ayudando a su madre, y perdiendo la niñez.
Pasado un buen rato, Rexiles llamó a Línan y a su hija.
—Mi maestro quiere que vayan a verle. Necesita que le ayuden a hacer el equipaje. Dijo, guiñando un ojo.
Esa era una excusa para no despertar sospechas en la envidiosa Gefia. Fausto dijo a Sania:
—Estoy muy asombrado. Veo que estas hecha toda un hada. No negarás que la mayor parte de las cosas que vimos, las hiciste tú ¿No es cierto?
La ruborizada niña no dijo nada, pero movió su cabecita, con un gesto afirmativo.
—Señora, aquí tiene una recomendación mía, por si se decidiera alguna vez, a mandar a su hija a estudiar la carrera de hada. Disculpe que no se la entregue en el salón, delante de todos. Ya he podido observar, que algunas personas podrían sentirse ofendidas. Dijo, mientras le entregaba un par de papiros.
—Eh…gracias, pero creo que no la voy a mandar. Doscientos kilómetros son muchos. Además, no tengo dinero para costear sus estudios, ni creo que pueda pagarle a usted tampoco, por el favor que nos está haciendo.
—No me debe nada. Así que, no se preocupe por eso. La escuela a la que he recomendado a Florenia, es muy distinta a la que voy a recomendar a su hija. Está, casi a quinientos kilómetros, en la ciudad de Keilan, en la región de “Lamokia”. Se llama “Escuela del Roble Dorado”. Ah, pero eso sí; al ser una niña prodigio, los gastos los paga la reina de allí. No le oculto que existe el inconveniente de que si estallara una guerra, es muy probable que a las hadas con talento les toque ser las primeras en ir a defender ese reino.
—¡Más lejos, aún! Lo siento, pero no estoy dispuesta a perder de vista a mi pequeña. Tal vez, dentro de unos años…
—Dentro de unos años, quizás no sirvan de nada mis recomendaciones. Es hasta probable, que ella haya perdido muchas de sus facultades mágicas. De todas formas, guarde estos pergaminos como si fueran un tesoro. Uselos, lo más pronto que pueda.
—Lo pensaré. Pero de momento, no.

No hay comentarios:

Publicar un comentario